Él, domador de caballos; ella, de las de llorar con lágrimas. Quien corrió a esconderse. Pero su antiguo esposo consiguió alcanzarla.
Cuando ya no quedó nadie a quien matar, los caballos dieron gracias a los dioses por seguir vivos, eso sí, les costó salir hacia la llanura no dejando de pisar cadáveres. Una llanura iluminada por el incendio que se extendía a su albedrío.
Henchidos de alegría, y mientras el fuego profetizaba la nueva realidad, aparecieron gentes de todo tipo, y enormes animales, lentos y aprisa. El humo no tuvo remilgos algunos. Desolación, ruina; se presentía un desastre inminente.
Y sin embargo ella, la agorera, desventurada, con los cabellos revueltos y los ojos llorosos, percibiendo el olor del incendio, apretó y apretó más hasta que pudo con el cansancio y la embriaguez, volviendo a la tierna realidad, dejando aparte la irritable pesadilla.
Ya tendrían tiempo de reconstruir la parte derribada. Tocaba seguir abrazándose y vencer a la expresión de gran pesar que por tanto tiempo les ató las manos a la espalda, consciente de que jugaba su papel como si continuaran enfrentados a unos enemigos invisibles. Girándose él para evitarle el aliento, agitando convulsamente brazos y piernas, sosteniéndole ella, cansada y sucia de sudor, polvo y sangre, antes de retirarse a descansar al aire libre o donde la fuesen a enterrar, juntos o separados.
Su hijo al cuidado de su tía, y ya iba para tres años… otro que con feroz impulso presentía la victoria del descanso, así como su abuelo, quien enmudecería junto a los cadáveres rechinándole los dientes como un león herido, padre y abuelo, quien jamás la enseñó a beber.
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