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Lo frío de la almohada

La primera vez que se besaron la vio y se vio por el reflejo, creyendo aún que estaba en un cuento. Un fulgor del que jamás se había separado. Y aunque ese centelleo desde hacía un tiempo brillaba de otro modo, seguía sintiendo los destellos espontáneos, inconscientes, impensados e involuntarios del propio deseo que eran y fueron.

En nada reflexivo ese continuó con su vida, sin maquinar ningún otro cobijo para su alma y corazón que ella. Tampoco sin reverberar de más, que había que vivir y saber hacer de los trabajos y los días. Siendo el mismo, ciertamente, sin beber de más ni echarle agua al vino. A veces, un tanto meditabundo.

Lo mejor era no pensarlo mucho: seguir andando, tomar cafés si había que tomarlos, enamorarse, ver la lluvia y demás.

Todas las miradas las seguía sintiendo, eso sí. Pero galantear, flirtear, prendarse o encariñarse nada de nada. Había lamentado cosas, pero no se arrepentía de ningún día de los que estuvo con ella. Si bien, los que sobrevivían al amor nunca eran los mismos. Al final de la mirada se les podían notar todos los putos días de esa realidad suficiente en la que se habían anclado. Vivir, se podía; más, aún no.

Amar era un acto. Olvidarse de vivir, lo opuesto. Se sentía fatigado, sin alevosía alguna. Ese que reivindicaba lo sencillo, lo pausado y el saber frente al utilitarismo. Saber tenerse, saber quererse. Sin imposturas ni gratuidades. Donde cada cosa era como tenía que ser, incluso cuando acababa mal.

Así había terminado lo suyo, con un reflejo mortecino. Nada fruto de una reflexión del buen vivir, haciéndose pensar o haciéndose dejar de pensar. Sobre todo, los días de los atardeceres amplios, y de muchos sonidos por descubrir. Silencios que eran parte de ella.

Cuando nadie los veía, posiblemente los reflejos sí que decían lo que pensaban y se iban solos. Porque cuando las cosas tenían solución se solucionaban solas. En un lugar, al otro mundo, atraídos cuales habitantes inciertos, con su verdadero dolor y lo indecible, solo los dos sabían la falta que se hacían. No sabiendo si iban o venían de algún sitio donde nunca estuvieron. La vida, más que la muerte, era lo que no tenía límites. Resultaba muy raro sentir que añoraban algo que ni siquiera estaban seguros de conocer. Pero les salía muy bien, uniéndose las sombras y sus reflejos, cortejándose sin desatinos, porque no había una segunda oportunidad para la primera impresión, siendo una vez en la vida cada vez que se atrapaban.

Otros intentaban pasar la vida aprendiendo a sentir menos, tontos en sus mosaicos rastreros justificando lo injustificable, no enterándose que la mujer y la vida era eso: instantes que atrapabas o perdías para siempre.  

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: querersereflejossilenciossobrevivir al amortenerse

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