Lo estaba dejando todo atrás. Incluso el dilema de irse o quedarse en casa. La casa de sus padres, la suya. El tren ya no iba a parar. Había decidido irse a estudiar fuera, trabajar lejos y no mirar atrás.
El motivo, o los motivos, según qué días y horas. Unas veces porque prefería otro clima, distinta gente, o por la propia orientación académica y su disponibilidad. Una suma de ideas que venían a serle una suerte de realidades.
Ya estaba crecida. Era una niña hecha mujer. Y sus padres no lo veían del todo mal. Además, el propio futuro biológico la situaría, sí o sí, antes o después, allá donde se enamorase, y con quien se enamorase; aunque solo fuera por unos años, o meses, si acaso.
La sorpresa fue el destino. Que ni ella lo supo hasta ultimísima hora, muy a pesar de todos esos itinerarios académicos que hubo de ir decidiendo con antelación, sin estar segura de quién era ni de lo que quería ser de mayor.
La conversación con sus padres tuvo dos soledades. Fue rápida. Cuando algo les interesaba podían ser muy generosos, pero cuando no les interesaba se plantaban. No obstante, supo evolucionar sin trabas ni menosprecios a todo ese cariño e interés de tantísimos años juntos bajo el mismo techo. La maleza y los hierbajos del asfalto pronto le serían otros.
Con el traqueteo del tren no paraba de reproducir en su cabeza esa despedida, vacía o vaciada. Y eso que siempre sería la reina eterna de aquel hogar. La que le gustaba lo exclusivo, y el último amor del hijo del vecino de arriba.
Ahora bien, dentro de toda esa modernidad y libertad, todos los padres eran más autoritarios que antes. Miraba al final del convoy porque no se fiaba. Su mismo padre podía haber salido corriendo tras el tren y perseguirla para no dejarla ir, o su madre hacer pararlo todo al maquinista. No se fiaba. Era la raya del infinito, y pueblos que malvivían por intereses espurios, en donde en algún momento tendrían que aceptar el carácter indómito de la naturaleza, abrazar el caos y sentarse a mirar cómo la vida se abría paso sin tomar decisiones por ella.
Por más que quisieran, nunca dejaban de ser adolescentes, padres o hija. Ni, aunque esa estudiante estuviese a punto de resolver uno de los mayores problemas de la fusión nuclear, que no. Irse la convertía en un personaje malo con alma buena, y ya no estaría en disposición de hablar del pelo de nadie, porque le faltaría el apoyo de su madre para seguir siendo la más guapa. Además, le podrían llamar “puta”, “drogata”, “tía buena” o “zorra” y no tendría cerca a esos padres que saltarían a la yugular de cualesquiera, los mismos que la parieron y que en su día la llevaron a tocar la orilla del mar por primera vez y a flotar sobre el azulado cielo oceánico nada más poder permitírselo en un desvelo de venganza con lo que no hicieron por ellos sus progenitores.
Solo podían darle buenas razones para ser queridos… y tener paciencia para que la vida hiciera el resto, no olvidándose de cuidarla hasta donde podían, por si un día, en vez de verla, les tocase imaginársela.
Sus padres, que algo sospecharon días antes, con todo su amor llegaron a elucubrar como que “lo más razonable sería esconderla y esperar unos años a que se enfriase”, más era difícil no caer en la tentación de sisar algunos billetes. Pero también era un peligro muy real. Si bien, esa fortuna sacaría de un apuro a cualquiera. Otra bolsa repleta de droga pagaría una buena carrera, un auto y hasta una casa. La segunda hija; quizás ahora sí que saldría bien.
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