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La realidad, siempre presunta

Guapa, dispuesta, elegante, viva. Así era ella, mucho más que presencia. De esas personas que avivaban el color rojo haciéndolo más fuerte si cabe. La vida no se le hacía bola, la vivía.

Esa doncella hacía visible lo invisible. Estar a su lado implicaba un resurgir de planes y mapas, hasta los de papel y esas bolas tipo “mapa mundi” de antaño. “No puedes volver al pasado sólo porque te es familiar” decía, justificándose. Porque ella misma se quería y quería agradar.

¿Cuándo fue la última vez, de verdad, que cogiste las maletas y viajaste?”, acusaba, que no solo pensaba y actuaba. Porque era así: tremenda.

Como que su lengua acunaba una culpa aterciopelada que celebraba evadiéndose. Poner su nombre en la boca significaba hacer algo de inmediato; extrayendo el jugo de cuantas magias o alcances prohibidos hubiera. Y también tenía la otra gran verdad: la pausa. Podía disfrutar de una caricia, por el simple hecho de la emoción de la gestualidad del propio roce o la intención.

De la ventana de su casa salía un delicioso aroma a bizcocho, pero no, no quería tener el destino de un gato común. Tenía ese talento que le permitía ser a la vez irrespetuosa e irreverente, poniendo a prueba a todos, no solo a sí misma. Atacar con placer a la iglesia, a la sociedad, a los políticos, era un arte. Jamás se supo de ningún otro animal como ella. Que era territorial y agresiva cuando lo consideraba; hasta tenía su placer sádico.

Pero cuando de verdad nos llevamos las manos a la cabeza fue cuando exhibió ese otro tipo de crueldad, que siempre supo camuflar o esconder. Tras el atropello todo ese poder de la ostentación y la magia de estar con ella se disipó. Al pasar a verla a la habitación del hospital, tras subirla a planta, por no saber muy bien qué hacer con ella los médicos tras ese ensañamiento, ese animal fue mucho más humano: se le salían los cables por todas partes.

Si por humanidad entendemos no ser capaces de generar un gratuito dolor, esa mujer estaba realmente rota. Ni ella misma sabía de antemano que era un jodido robot. Hasta lloraba de sí misma, sufriendo y satisfaciendo ese impulso.

PEBELTOR

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: animal humanogratuito dolorplacer sádicorobotvolver al pasado

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