Habían pasado tres días desde la gran nevada. Días que podrían haber sido meses, años quizás. La vida parecía que volvía a la normalidad después de casi no poder moverse por la ciudad; una ciudad poco acostumbrada a ver nieve en sus calles.
Steve había decidido salir de casa tras una semana encerrado. Cogió su abrigo, los guantes, una bufanda y quiso pasear por las calles nevadas como si nada. Iba predispuesto a encontrarse con un muerto de hambre enterrado como un perro. Por lo demás él seguía considerándose que ante todo era un hombre político.
En lugar de eso se dio de bruces con una manifestación con pícara ley de imprenta en sus reproches, vestidos todos de verano. Su paraguas no desentonó del todo. El espadachín que hacía las veces de jefe económico de las reivindicaciones llevaba un enorme reloj en la mano y tiraba como burbujas, a veces. Otros, no por ridícula pedantería, padecían algún que otro tormento indescriptible, o lo simulaban llamando la atención igualmente.
Todo aquello debió esconder el seno de la nieve que ni queriendo se apretaba ni ponía los dedos morados de regocijarse en la misma, como si también las huellas de una vida malgastada en el vicio y el amor, o las melancolías y las calefacciones lo hubieran cambiado todo, haciendo un calor horrible. Oír aquellos gritos a la búsqueda del tiempo perdido, a fin de cuentas, evitó también que el caballo a rayas pasase con disimulo. Y las espiritistas y las histéricas. Placeres puros y tiernos.
Un subconsciente de modernidad, afán y queja lo había invadido todo. Los estilismos de presidiario quedaban bien, y el estrépito de los cascabeles, o los cristales saltarines. Era la vida al revés. Con sombrillas y toldos improvisados, todos de fastuosos colorines. Los mediquillos con pantalones de pitillo, muy ajustados, más adocenados de lo que acaso fueron. Incluso uno se paseaba en una góndola por en medio de la acera, sintiendo el aliento de los abanicos de quiénes le aplaudían por si con ello hacían del infernal asfalto alguna que otra ola. Gentes de frente inclinada, ojos brillantes y mejillas encendidas, también con el verbo hecho carne, relampagueando en todo ese auditorio con elocuencias varias.
La moral era mucho menos severa, más bien desabrida en todos sus órdenes. Las iglesias habían reaccionado poniendo un poquito de arena de playa en sus sepulcros, y flotadores y todo eso de las hamacas, con vendedores de barba espesa, piernas desnudas y rostros curtidos y bondadosos hacia la capilla y los altares. Un misterio con expresión de lástima un poco burlesca, amén de mascar cigarro los seculares.
Deseos primarios, todos, que se manifestaban en ese bestiario que antes fue castración, ansiedad, negación e infortunio. Días en los que en el mundo solo irrumpió el tiempo, bueno o malo, para cada cual, y la sensibilidad decadentista. La gente necesitaba volver a su rara normalidad entre bostezo y bostezo, lo mismo que Steve y todos esos charlatanes y sus majaderías para vencer a la usura, la degradación, el desperdicio, la pérdida o simplemente el olvido, no teniendo más placeres puros y tiernos que los de su imaginación en ese oscuro deseo del cambiar de estación, y de todo.
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