Sabía de esas normas que no caducaban ni mitigaban con la distancia. Y su voz callaría hasta cuando todos hubieran muerto. Hasta para entrar en el portal de su casa se quitaba los zapatos y se descalzaba como la mejor diplomática.
Solo trasnochaba con señoritos. La mujer de la limpieza era tan invisible para ellos como para los que madrugaban.
Su cuaderno era su cabeza, donde llevaba anotadas más de una historia de amor. Los definía con una sola palabra y un ademán, fruto de su simple y espontánea naturaleza.
Esa vagabunda de las estrellas no dejaba de fabricarse historias fantásticas cada noche, justo después de acostar a sus cuatro hijos y de retratarse en la cama con su marido sin repentina frialdad ni mayores cálculos. Le salía solo, sin número de registro y con abundante munición.
Para lo pequeñita que era parecía casi llena.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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