Doña Petronila fue su madre, y también la madre de su madre. Ella no, era más joven, si bien, comprimía un chillido de mal género cuando escuchaba ciertas músicas. Y no por antigua.
Le horrorizaba la idea de que la consideraran anticuada, y sin perder un ápice de su dignidad, ni dándole mayor gravedad, insinuaba con la voz y el gesto el horror de música en general, tal que sacudiéndose el polvo de las manos y el sudor de su frente.
No le gustaba. No le terminaba de entrar esa música. Peor; peor que peor… y lo que temía es que otros se enterasen, porque a priori a todo el mundo le gustaba esa mierda de música de su tiempo. Todas, sin excepción.
Su madre llegó a tener otros motivos para no engordar: unos amores románticos rabiosos. Ella había heredado su canto llano y sus canciones a la luna. Y a poco se encerraba en el cuarto… tenía horror a las corrientes de aire, no obstante, a eso que el reloj de la catedral daba las siete y media, no había más desafíos y en conjunto reinaba la mayor.
El padre ventilaba la cuestión a palos, y acudía al juez si le ofendían… Lástima de sí mismo. Parecía saber mucho más de la muerte que de la vida.
Doña Anuncia, hermana de Petra, con prudencia disimulaba tales asperezas, que algo más que comida se llevaba a la boca con y sin jovial concordia.
Siglo XIX de pobre solemnidad, y casi que también el Siglo XX,
y XXI de tristeza resignada… fatal expresión muda.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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