Los caballos tenían ese poquito de dolor. Y lo veían todo azulado y medio gris. El lado humano les hacía ladearse sin alharacas ni piruetas. Ellos no estaban para inventarse mentiras que después tendrían que recordar, más su entereza tampoco les valía. Romper líneas, y no romperlas, era un problema.
Tenían ganas de tirar hacia adelante, y a la par estaban como que muy unidos. Eran tiempo, ayuda, apoyo. Atacaban a campo cerrado, quietos pero vigorosos. No solo escuchaban a los que pensaban como ellos, o magnificaban lo que veían. Los caballos distinguían a su gente por la forma de caminar, y leían las emociones. Eran dóciles, cariñosos, y de un porte mayúsculo. Los tres.
Y no tenían duelo alguno por la jerarquía, cada cual tenía su rol e iban a una. Si bien, tenían afectada la cabalgada y sus miradas tiernas y perfectas, de una espesura impenetrable. Había mucho que aprender de esos mamíferos de gran habilidad y pelaje. El niño, instalado en su llanto, seguía exigiendo e invitando. A los mayores los volvía locos, prefiriendo mirar para otro lado, cosa que los hacía humanos e ignorantes creyendo que no había maldad en esa sostenibilidad; a los caballos, les bailaba la mirada en su quietud, máxime, cuando ese peque les buscaba los pies y no le atisbaban descanso al crío, queriéndolo y rechazándolo.
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