La juventud, que se fue para no volver. No pasa un solo día sin que los recuerdos, la camaradería, la ilusión interpreten erróneamente mi expresión.
Las sofocantes madrugadas, los recreos embutidos en largas jornadas de trabajo, sonreír al ceño fruncido de los amigos, el inagotable conocimiento del tiempo, cerrar los ojos para apreciar mejor sabor del primer bocado. También ser espontánea, generosa. O el tirar de aplomo para pronunciar un discurso impecable sin ceder a la menor vacilación aparentando ser ciega y sorda. Y rellenar las copas a la velocidad precisa para crear el ambiente propicio a las confidencias. Todo influye.
Más lo bueno siempre perdura en la memoria y se proyecta al futuro, que, todavía, cuando me miran podría notar el rubor de mis mejillas y hasta podría sentir el tacto de los dedos; un asombro que me expondría y del que necesitaría tiempo para recuperarme, abrumada por el estupor. Y medio reiría, una risa que no lograría disipar del todo la tristeza que flota como una nube tenue y sombría. Pero reiría, cristalizando el nerviosismo… y no hará falta mucho más, pues tampoco necesitará terminar las frases para interpretarme, aunque tengamos una inquietud muy parecida al miedo con movimientos de los que cortan la respiración… Me lo he explicado muchas veces.
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