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La isla y sus torreones

Cuando llegó el otoño, con el amanecer de las mañanas más oscuras y un sol que se crecía imponente hacia el mediodía, quedándose en la trastienda hacia media tarde amablemente, cual mechón de pelo por detrás de la oreja día sí día también, demasiado crecido en ese pasillo de las estaciones, a él se le colmaban todos los instintos de imaginarse habitándola.

No era un muchacho grande, gordo y lampiño, sino uno que rezumaba madera, miel y todo cuanto hubiese de noble en las franjas de suelo que pisase, desde que el mismo empezó a lactar de los senos de su madre, embalado por entre sus rodillas, muslos, vientre y pechos.

Ella había tenido un novio anterior, o varios, la que aprendió a echar una mano desde muy pequeña, y no por ello dejó de tener inquietud y encanto, que escondía de más o bien que los mostraba en arrebatos de inesperada locuacidad para a veces quedarse tan muda como el mejor atardecer.

Insensatos, cada cual afirmaba, que, en sus recuerdos, enarcando las cejas pero agradecidos, una vez poseyeron un lugar que compartir, donde no hubiera más formas que la marea creciente, las carreteras distintas, los conciertos de invierno y la seguridad de creerse delincuentes vertiendo una botellita al mar o a un río cualquiera con la pequeña alegría de llegar a levantarse temprano o acostarse tarde, adorando hasta el olor a frío corriéndoles por las venas, retozando como cachorros y comiendo panecillos en el desgarbo de sus tardías adolescencias.

El ritual era agradable. Los primeros de mes, él; el resto de días, ella. Por infrecuente que ello les fuera, mes tras mes, año tras año, desde los dieciocho no menos hasta sus cuarenta y tantos, en días apocados y otros hasta hablándole a la luz de los ojos que se veían reflejar en la cambiante humedad del espejo, justo antes de salir a esa farmacia de los días, igual que un ratón dejando a un lado la aspereza, los miedos y las malas prisas para recorrer con carácter los alrededores sin malos modales, dispuesto.

“No habría funcionado”, asintió ella, toda vez que se le cuadró el sol invernal, poniéndose un mechón de pelo detrás de la oreja donde una franja de suelo de madera brillaba como la miel. “Cierto. Antes no, ahora sí”, contestó él, acercándose, primero con las yemas de sus dedos, luego, con la boca cerrada. Pero parece que eso ella supo hacerlo.  

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: farmacia de los díasmechón de su pelotardías adolescencias

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