Iba a ser una historia romántica, así lo quería retratar magistralmente, dando un agudo repaso al volátil escenario de las relaciones; sin embargo, lo fácil es echarle la culpa a la pandemia del COVID-19. Y no. No había suficiente amor entre Fabrizio y Nicoletta. Tanto el señor Meucci como la auténtica señorita Bruschini -residentes en Italia- hacia Pompeya (Nápoles, Campania), jamás fueron turistas ni seres de reencuentros, solo trabajadores en esa obra coral titulada La importancia de verse, donde no solo los perros detectaban calor por la nariz. Una Italia donde estaba el vicio del exceso y el vicio del defecto.
En ello que aparecieron muchas historias, no todas felices, de ese ir y venir de las fronteras de cada casa durante todos esos días del estado de alarma y otros tantos. Incluidas las coyunturas de los políticos y todos los muertos por el coronavirus, aunque ni lo uno ni lo otro pudiera tener explicación, porque entre una sociedad u otra podía haber una Ilustración de por medio.
En fin, que no hubo San Valentín pero sí Semana Santa y otros tantos viacrucis. Solo que, la verdad y la cultura siempre marchan unidas, perdurando por entre las dosis de canalleo pompeyano y mundial, con la justa combinación de una trama extremadamente inverosímil -por cierta y verdadera, tal que el coronavirus- en una descripción razonablemente auténtica de los aspectos de la vida, usando ese libro de referencia llamado Doctor Zhivago, que rezaba: “habría sido maravilloso que nos hubiéramos conocido antes”, frente a la barra libre de bulos y descalificaciones que el puto coronavirus dejó al descubierto.
No obstante, hubo pedida de manos. Y negras, como alguna que otra puta. Citas también, pues queda demostrado nuevamente que los muertos no son nunca malos. Aunque lo mejor son las pintadas: “No hallarás mejor lugar de paso”; “La convivencia es lo mejor, y lo más difícil. Pero es muy bonito vivir juntos”. Todo un patrimonio nacional de esa Italia agradecida y singular, disponible para lo que hiciera falta, guardando silencio sobre las cosas que importaban. Una fase crepuscular más, tan compleja y bien engarzada como la de los astros en la bóveda celeste.
Visto lo visto, hay que estar en el agujero para salir del agujero, luego uno opta por seguir jugando a la lotería, consciente de los valores de cada cual, sabedor que a los niños los tienen que educar los padres, ningunos otros, preguntándose, si ¿hay algún tipo de responsabilidad moral de aquellos que incumplen esa lección de amor del quererse y dejarse? Porque el mundo es mundo y lo de tener que llevar la mascarilla es ideal para ir hablando solo por la calle, que cualquiera puede simpatizar con las penas de un amigo, pero simpatizar con sus éxitos requiere de una naturaleza más elevada. No obstante, para mí –La importancia de verse– es un trocito de París, sobre todo, por lo que callan los muertos y por lo emocionante, espeluznante y prohibido de la labor de documentación que me llevó a dar con esta obra, que ni con la imaginación imparable de los cabreos diarios hubiera podido tramar. Sí, me gusta lo que estando cerca o lejos permanece. Apagar las luces y que se enciendan los sueños. O lo que vendría a ser dar por culo sin hacer daño, literariamente.
Y no menos importante resulta saber que “la raza es un concepto social, no científico”.
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