En mala ilusión cabía la paz, y eso que no pretendía volver a ser lo que era.
Enfermo del cuerpo o triste del alma, esa vida extremos consideró insuficiente toda explicación. Hubo de salir y tomar aire. Demasiados exabruptos, demasiadas sinvergonzonerías, impuestos y quicios.
Y tomó aire, ni en casa ni en la oficina. Afuera, él y su rostro impenetrable que no lo era. Un señor que no tenía pecera, ni quería, pero que le hubiera venido de lujo para relajarse. La gente quería alegrías, no ilegalidades ni éticas más que dudosas, si bien, para todo había un doble baremo, personas que decían hablar con franqueza, tratos preferenciales y hasta cortesías varias y causas archivadas.
Él nunca había visto a un ser salvaje compadecerse a sí mismo. Y no sabía que esa noche tuviera que decidir sobre el resto de su vida. No obstante, la salud y el tiempo tenían un principio, un inicio, un compromiso. Se le cruzó su vecina, una de siempre, a la que recurrió cuando de joven diagnosticaron a su padre una enfermedad incurable, y ella supo escucharle, atenderle.
La misma que ahora estaba también terminal, pero caminando, si se podía llamar caminar a eso, con la cabeza alta por fatigada y cansada que estuviera. Sin pretenderlo esa vecina volvió a ser su enfermera de guardia, pues tras ella se acordó de otro familiar, y de un compañero de trabajo, y de un amigo. Todos, sin importarle si el oro estaba o no en máximos de cotización, ni cómo se ascendía en la escala social. Ni siquiera pudiendo jugar al juego del escondite con sus hijos, en esa guerra que difícilmente ya podrían ganar del todo.
Esas voces fueron una verdadera opinión, tributos. La vida: el museo de la rendición incondicional. Apretones de manos que pasaban a abrazos saltándose los dos besos en sendas mejillas, no sabiendo dónde almacenar los nervios, la pena y la sinrazón. Y todo a ojos de un soldado de los días y los trabajos pues la vida escribía guiones que parecían películas. Siendo un ente sin nombre ni rostro, apoyado en una barandilla mirando a la nada al filo de la medianoche.
No existió nada similar y ello le llenó de orgullo. Respiró y volvió a ser el mismo, pero mejor. Sin armas, sin procedimientos raros, sin violar normas algunas, manejando su tono y sabiendo pedir ayuda. “Una persona desaparece cuando sus familiares pierden todo contacto con ella” escuchó de su terapeuta, curiosamente una joven dubitativa o una esposa desesperada. Normal. Pues a veces la parodia decía más que la vida misma. Así se tomó esa terapia, sin represalias, sin malos rollos, tal que fuera su pecera, sentado en el sofá conversando apenas solo, dándole de comer a otros. Gente que quería alegrías; y a quien el dolor le mantenía despierto y cabreado, que también capaz. “Si matamos a todos los malos quedaríamos los buenos” llegó a considerar en aquella valla, tibio y sin ver del todo los peces algunos.
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