Necesitamos un lugar donde encontrarnos, son demasiadas voces contra el muro, dominios de escena y lagunas del pensamiento. Ese lugar para que no te olviden son relatos de la inmigración más mundanal, conciencia del dolor y las culpas, e infancias visibles e invisibles. Contextualizar todos esos escenarios de desigualdad, no sería más que una duda inútil si no fuera porque todas las conflictividades tienen la misma transversalidad, llamada perturbación, llamada deseo.
¿Qué se halla, extiende, aparta, cruza o desvía entre tantos ámbitos, disciplinas o parentescos?… Latidos, negocios, vértigos, comienzos, furias, decisiones, y los hoy por hoy, pero sobre todo, los reflejos, que no son más que nuestra prisión, disfrazados de dietas, poder, promesas y esa evolución a la que nos enfrentamos queramos o no.
Fugitivos, capacitados para desobedecer y arrancarnos en lo convencional, asistimos a la convención de ser polvo en el viento y sufrir el rumor perpetuo de esos aires que algún día nos recordarán todas las verdades que mecemos. Sentir esas ansias de contacto no es estar fuera de sitio, es ser un condenado-inocente más, como si nuestra esperanza dependiera de ello y nos lo hiciera saber de cuando en cuando, porque los deseos que no se piden a la cara por más que trabajemos en la locura del vivir atropelladamente… difícilmente se cumplen. De esos detalles imprecisos trata este clima de convencimiento, de elecciones y de choques, de generaciones y de cuando el después no vuelve a ser lo mismo que el antes. No en vano, un reflejo es una oda y una sensación extraña, y algo que no está, pero que conlleva redención y percute los silencios donde aúllan las colinas, todas. De ahí, que la inanición de un hombre se pueda expresar con la voz dormida del friso de la vida, en un tríptico donde se reúnen los secretos del aullar con masa madre, por aquello del “todo lo que soy”, el “nunca falta nadie”, y los “te esperaré despierto/a”.