Se fue sabiéndose dueño de sus mundos, diciendo pan al pan y vino al vino… y con el miedo de ser el mar.
Jamás nadie diría si fue persona triste con vocación de alegre, o viceversa, más siempre hubo algo de tristeza en sus momentos más felices.
Y fotos pocas, ningunas. No le gustaban, decía “que le robaban el alma” como el que oía llover.
Todo, en un pueblo de cuatro casas, cuatro calles, cuatro caminos, cuatro perros, cuatro vecinos. Donde la sensación de estar usando el presente era más que cualquier otra expresión.
Nadie escuchaba. Cada individuo se producía a sí mismo. El silencio no producía nada: banda sonora de trajín cotidiano.
Personas de frente ancha, estrecha, recta y curvada; con caras largas, ovaladas, cuadradas y diamante. Como si alguien sonriera por encima de los tejados.
Los padres trocearon el cadáver de la menor de quince meses y lo guardaron en un tarro. Tarro que fue varias veces de un lado a otro, y al quite de la puerta, ya fuera adonde los almendrucos se ponían verdes, o donde tiró los huesos de las aceitunas de mozalbete.
Jamás supo nada del mar. Ni de gaviotas. Sí de ese par de entrechocados cristales, quietos mejor, en su viviente hoguera haciendo un ruido eterno: el de la soledad que ya poblaba.
La zarzamora seguía estando junto al espino, aromando las tapias que no alcanzaba.
PEBELTOR
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