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La desgracia de ser una reina

No era fácil ser reina cada día. Cada tarde, la necesidad de mirar donde pisaban para no romperse una pierna antes de tiempo ralentizaba su marcha, pero lo hacían como nadie, y eso que cualquier movimiento les causaba dolor y placer.

Mitad niñas, mitad mujeres, podían ser un símbolo, un icono, mostrando muchas veces el camino al éxito, esforzándose más allá de sus errores y sus defectos, como con hilos transparentes en ese idílica y revolucionaria juventud y madurez.

Eran deportistas de élite y bailarinas sumamente queridas, muy rivales y al tiempo compañeras de vestuario. Seguían escrupulosamente las instrucciones, humanas y laborales. Difícilmente habría personas más perfeccionistas y cumplidoras que ellas, suturadas a eso de ser más que doncellas sin discusión.

La inquietud les quitaba el hambre y les cerraba las heridas cual nieve en primavera, armonizándolas en su mar de fertilidad. 

Y por adultas, guardaban los lápices de colores en el escritorio, con esos capuchones de tapa y estuche nunca mejor vistos, recordando lo que fueron y eran, junto a la laca negra y toda la retahíla del estar perfectas junto a los tutús, las plumas clásicas y las bailarinas. Justo al lado de ese olor de conjuro íntimo para que todo les saliera bien, siquiera piedad.

No bailaban por solidaridad o cariño, y la culpa no era suya. Sus vidas siempre fueron una apuesta descabellada sin futuro. Ninguna podría ser bailarina para siempre, ni reina, por más que su figura y personalidad así lo aceptasen, esa y no otra era parte de la risueña rotundidad con la que se negaban a aceptar lo que sabían, porque jamás se podrían rendir ni buscar otras voces donde atrincherarse (eso era cosa de chicos, reyes o guerreros y la chispa de la codicia).

Lo normal les era seguir haciendo las cosas que les hacían importantes con la tranquilidad o intranquilidad de siempre, caminando y asumiendo su propio riesgo como la primera vez, limando las aristas del aire, allanando su indignación y templando ese aire pestilente de la espesa y fría envidia que no les privaba del consuelo del grito interior de sus lágrimas. 

No pocas ciudades las envidiaban, tierras y poblaciones liberadas: ciudadanas de segunda, primerizas siempre

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: aristas del airebailarinasdolor íntimo del conjuro

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