Y así fue como el rostro se le llenó de arrugas. Entornando los ojos como si tratara de imaginársela. Ni demasiado joven, ni hermosa. Pero de las que abrigaba los pensamientos. Y capaz de sonreír con sarcasmo hasta con viento gélido. Un gesto casi imperceptible.
Con todo, el mundo estaba lleno de mujeres que tocaban el piano mejor que ella. Otra cuestión es que la aceptó como alumna. De ahí que se esforzara en mostrarle su lado bueno, no solo las piernas largas y delgadas.
La suya no fue la típica relación de pareja. Cuando se despertaban juntos tenían la sensación de seguir soñando. Alargaba el brazo e intentaba tocarla nada más amanecer; los pechos redondos y llenos, su carne, experimentaban mejor que nadie el silencio de su respiración, permaneciendo largo tiempo tendidos en la cama.
Desde entonces la mañana era la parte del día que más le gustaba.
La chica de la cafetería fue otra. Cuando anochecía echaba de menos su guitarra. Alguien hubiera debido salvarla. Detestaba las oscuras noches de lluvia.
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