Nadie sabe nada a ciencia cierta. La sabiduría nos llega cuando ya no nos sirve de nada. Pufff… cómo aúllan los perros sin dueño, hasta aquí se les escucha… El recuerdo tiene su propio idioma. En fin, casualidades que te cambian la vida. Pero cómo suena el silencio… Sí, cómo suena; no estornuda ni Dios.
Siempre intentando mezclar las cantidades, los años, los milagros, lo prohibido… y todo resulta impostado. Primero seis meses –el duelo médico dicen-, luego los trazos rápidos esos que no funcionan ni son transitoriedad ni leches, y ahora a otras latitudes… Todo encoje. Y contrasta con lo imborrable… ¡Tiene narices que día sí día también me acuerde siempre en esta puta eternidad que me dejé sin tirar la basura!, ¡es que hay que joderse! Con la de cosas que he hecho. ¡Mierda!
Pero nada, que el abismo que separa el qué del por qué es nimio… ¡Cuánto vaivén en la materia! Es tremendo… en fin, que vuelvo a la isla de la infancia. Pronto podré ser de nuevo una niña mala y girar la cabeza para ver las cosas, será suficiente. Todo se convalidará. Es la condición. Lo otro era ser extraña, desaparecida e ir dejando de ser. Así lo comuniqué, pues mi tío me dijo, tremendo como él solo:
-Aquí los amigos son unos hijos de puta- además del -¿necesitas algo?, ¿quieres algo de nuestra parte niña?
Pero se lo noté… Giro tras giro, y mira que damos vueltas tontamente, no podía renovarse. Él eligió mal… y encima se dejó las gafas de ver encima de la mesita de noche, cualquiera le dice a mi tía que las acerque. En la última página de su biblia, ese pergamino más que nada, lleno de recovecos, sí que pesa más su responsabilidad que la pena, alguien se lo diría, y no escuchó: “pues las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
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