El obispo de Villaciruela no se desplazó a Roma ni se conectó por videoconferencia ni mierdas de esas. Se quedó en el apartamentito de Sorroche, la compradora de arte compulsiva por antonomasia, que le guisaba estupendamente y además le dejaba tomarse su leche materna.
Un hábito que les hacía pasar tiempo juntos, y que beneficiaba a la salud de ambos. Y eso que la lactancia materna, con guerras propias o sin ellas, todavía era un tema peliagudo, habiendo paredes físicas y paredes mentales, victimización, abuso y de todo un poco. Lo mismito que con lo bélico o confesional.
Además, cada vez que políticos o personas anónimas opinaban, solía levantarse un huracán de opiniones a favor y en contra. No obstante, la mujer, de treinta años, amamantaba al clérigo que le doblaba la edad desde hacía unos años. Lo que les unía como pareja, y les beneficiaba la salud.
Sobre si Dios consideraba tal cosa como un quebranto, nada se sabía. En tiempos, algunos vecinos infringieron al párroco piropos muy deshonestos, y hasta escupieron en el cepillo de recoger las limosnas en las eucaristías. Gentes que no estuvieron al quite cuando la mujer comenzó a sobre lactar en los embarazos, produciendo más leche de lo normal. Tampoco sabrían mucho de lo incómodo del extractor de leche, que le congestionaba de más los senos, hinchándole los pechos y sobre todo ocasionándole un arduo dolor hasta casi la extenuación.
Él, que fue practicante de joven, como hombre la ayudó; y como sanitario siempre tuvo mucho miedo de que la misma contrajera una infección, aliviándola. El obispo llevaba dos años sin resfriarse, y con la piel más tersa sin necesidad de gastarse un puto duro en cremas.
Lo de que fuera un tema tabú se la soplaba, al igual que Roma. A Sorroche le encantaba amamantarlo, o ya no podía evitarlo, elevando la mirada en señal de orgullo por España, habiendo vendido a su hijo.
Extracto del libro en curso,
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