El juego de la alfombra llamado ´rococó´ se produce cuando una niña necesita de otro mundo para escapar de sus grecas, que son muchas. Alguien que no puede dar dos pasos sin sentir distinto, precisa de ese instrumento de exploración para crecer, y ahí es donde tienen cabida sus animalitos.
Un gato, la tortuga, bien grande, y por supuesto, tres jilgueros, que en nada son seres excéntricos, sino memorias y afectos, también su ombligo del mundo. Protectora, se yergue su hermana, una que también tiene sus significaciones, como muchos lunares a modo de ventosas que la atrapan. No obstante, ella protege a su hermana menor a toda costa.
La alfombra viene a ser una pequeña ciudad amurallada, o más bien el dormitorio de la niña, donde el otoño siempre llega antes de tiempo. Un sitio donde se esgrimen todo tipo de argumentos. No hay celos, ¿o sí? Y ridículos ¿o no? Minutos, siempre, del antes y el después.
El equívoco inicial son los imposibles de las niñas, pero poco a poco gravitan ideas, círculos y poderes que vinculan a esas dos extrañas condenadas a seguir viviendo con el verdor de ser niñas. Movimientos, en apariencia incoherentes, de doradas avispas.
El padre, la madre y una tía son centinelas, contrastan toda esa aridez, siendo igualmente los eslabones. También irán más allá de sí mismos, porque lo interior se reviste con la forma de las ruinas del paso de los días.