Nadie elegía su propio destino, ni donde descansaban las flores. El desasosiego de nuestro tiempo los hacía caminar como gatos sigilosos hasta donde el techo de los árboles, en plena naturaleza.
Ahora bien, lo más importante en cualquier decisión siempre era ceñirse al plan. Para otros, en cambio, nunca volver atrás.
Con un cierto sentido de expiación esto último intentó él. Como persona insistía en el viejo vínculo entre las palabras y las cosas en ese duelo dialéctico y emocional habiéndose tomado el matrimonio unos días para descansar, por aquello de la Semana Santa.
No obstante, la singladura de sórdidos recuerdos no les abandonó. “Te voy a hacer daño como nadie te lo ha hecho jamás” recordó haberle oído él a ella. Una mujer que sabía que los hombres débiles eran los que en verdad hacían daño. Quizás, por eso, fue ella quien mató a sangre fría y dejó el cadáver en el sótano. Un territorio de muda expresión donde la incertidumbre omnipresente subyacía a base de varias cámaras frigoríficas, repletas de vidas que les rozaron por un breve tiempo.
“Los que somos así no podemos disfrutar del mundo” se justificaba ella, guapísima, añadiéndole “no hay que mezclar el corazón en esto”.
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