Ni el amante más minucioso del mundo podría sucumbir de igual modo, las becarias reímos al final sin que se nos vea.
-En la miseria hay muy poco dinero- comentó antes de despedirme, todopoderoso. Lo hizo después de que no aceptase bailar para ellos.
–Si bailas aquí, bailarás donde sea– mencionó al abrigo de una buena botella de bourbon y un caprichoso reloj que me puso delante de mis narices, desvistiéndose y a punto de caramelo.
Pero sí, siempre es lo mismo, tal y como voy experimentando. –Los ojos nunca cambian-. Me fijo en ellos toda vez que puedo; a decir verdad, siempre.
El día de mañana deberá reconducir su empresa, y sus días. O traspasa su mayoría accionarial o la perderá para siempre, ellos, marido y su querida mujer, y todos sus extraños agasajos, que soy yo quien les tiene pillados. ¡Ya lo creo! ¡Pero que bien!, nada me va a ser suficiente.
-Este es mi espacio, y ése es el tuyo- me señaló su mujer, dispuesta y picajosa, con su vestidito de dulcísimos tirantes cuando la usó para vilipendiarme más, señalándome la puerta de salida de su edificio.
Pero para una becaria en ciernes, no hay mayor lección ni territorio que saber que todos tenemos algo que perder, es lo que les cuesta aceptar a esas clases; ya irán madurando, van por buen camino. Todo a su debido tiempo.
–Las hazañas por sí solas no valen si no sirven a un fin mayor– les explicaré, cuando proceda. Una madre no se rinde si su hijo vive, ellos echaron a la mía, que les limpiaba su propia casa. Aquel día, que supo ver. Sí. ¡Mi propia madre! Le preguntaré qué quiere que haga con esas conversaciones tan insinuantes, hoy en día todo se copia. Antaño, mi madre no pudo ni despedirse de los niños: ni la dejaron cambiarse de ropa, salió con el mandil.
Podré soportar este paraíso. Ahora sí que voy a ser la generación soporte, como me decía mi profesor de Económicas; aunque que quién sabe, algo se traía entre manos.
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