Nos vamos volviendo adictos a la soledad, a sentir paz, a no dar explicaciones, a tener nuestro espacio, a no dejar entrar en el corazón y en la piel a cualquiera, a ser autosuficientes y a brillar solos. A todo ese miedo y amor propio, a querer. El confort moral de seguir teniendo un bando o ninguno, antes o después de la incomodidad de tener que reconocerse, en definitiva. A no depender de otros. De ahí vagar por la España despoblada, deshabitada, vacía.
En Suellacabras a los niños jamás se les enseñó a aburrirse. Fueron pastores, cabreros. Y ese rostro del pasado pervivía, además de los gatos negros, los días cortos y las noches largas, o viceversa, que el tiempo era cambiante, caluroso más bien. Seres que sabían cuidarse, mejor o peor.
¿Por qué ese pueblo soriano y no otro? Por huir. Por no ir todos los días al gimnasio, por hacerle kilómetros al coche, para salir en vacaciones, por aquello del aburrimiento de la tele, por salir de uno mismo y no darse a la obsesión de querer a alguien cuando la misma se fue, sin ni llegar a despedirse siquiera.
Cierto es que eso mismo sucedió en Suellacabras, hiciera o no calor. Donde habiendo gentes que salían a la plaza del pueblo con sus sillas o las del bar que hubo, otros afanaban los campos, animales y tierras, transitando esos caminos y parajes más que secundarios. Sí, gentes que no se saludaban, queriéndose. Pocas, porque eran pocos, pero sentidas.
Extrañeza y cercanía. Justo lo que se sentía en tal lugar al paso de los coches, invadiendo sus intimidades. Un pueblo, para el que hubo muchos pueblos y ninguno, circulando y apenas parando, tan solo a dejar esas instantáneas de verdad y desazón, de soledad, de parquedad, dolo y rabia. Esfuerzo y aspiración. Quizás, esperanza y malestar. Necesitando algo más que un sitio propio.
Un sitio adonde volver cuando no había nada mejor que hacer. Excusa y vida. Casas viejas con casas nuevas, unas y otras entrecruzadas por barrios efímeros, la maleza del campo y el ruido de las hojas de ribera si se tenía mejor suerte. Estaciones de paso y ventanas al ayer y al mañana.
Estancias donde a la ida y a la vuelta ya hubiera una ganancia, por ser parte de uno mismo. Costosa mujer indomable, mujer perdida, que no rostro del pasado. Pocas cosas fueron tan humanas como ella y ese viaje sin la misma a Suellacabras, pensando en que las guerras del mañana se lucharían en el mañana. Y no. Todos los generales fueron a la guerra sintiendo lo mismo: miedo, amor, vulnerabilidad, cabreo, inquietud. Una soledad mayúscula e inusitada.
El libro fue una gran jaula al aire libre para el autor. Arder y no quemarse. Darse cuenta de que había dejado entrar a alguien en su vida y que, tras varios años, mejores o peores, se le había marchado. A fin de cuentas, las mejores personas siempre llegaron sin buscarlas. Y los libros le eran eso: juegos de la eternidad. Cosas, no palabras. Vida e identidad.
La vida que conllevaba días de esos, en donde los recuerdos le invadían y necesitaba salir; mientras el corazón tuviera deseo y la imaginación conservase las ilusiones. Luego escribir le fue barro en los ojos, consciente de donde estaban los límites. Respetándola como a ese mes de octubre que nunca terminaría de irse del todo ni acabaría de quedarse para siempre. Un largo octubre, con su primavera y su verano; siéndole las emociones de lo más honestas, no teniendo en quién apoyarse.
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