Cada noche acude a ese rosal mientras recojo. Coge su infusión, bien calentita, y con una mano en el bolsillo y la otra en el asidero de la taza, se acerca a la plantita. Esos té con leche y yo somos uno, extrañamente.
–Cariño sé que nunca serás feliz cocinando para otro– tartamudeó la otra noche, tenía algo de fiebre. No suele ponerse malo ni hablar abstracto en la mesa.
Yo, que lo conozco, terminé de cuadrar su flechazo, obsesión y paranoia. Veinte años lo menos. La tos fue y será la culpa maldita.
Desde entonces sé más de esa particular sensibilidad del más allá cuando me dice que tengo los cabellos morenos siendo rubia… ¡Hermana mía!
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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