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El verano había recogido sus toallas

Pudiera no ser más que otra secuela de la indigestión, si bien, solo fingían ser civilizados cuando en el fondo no lo eran. El verano se les había acabado en un abrir y cerrar de ojos a quienes tuvieron la magia de conectar y la suerte de coincidir. 

El aire despreocupado dejaría paso a otras sensaciones de incomodidad, no ya tanto con las temperaturas y lo extremo. Seguramente sin emitir sonido alguno, ni siquiera un gemido. Había que haber amado mucho para llegar a odiar, y ni eso. 

El camino de vuelta que pasaba por el parque se había hecho más largo. Un pequeño paseo por el pasado. Aun así, cobraba plena vigencia al mirar con fijeza a la zona de juegos infantiles, sintiéndose un hombre de mediana edad: porque también había crecido.

No solo se les había ido el verano, sino que también muchos años de sus vidas; a los perfectamente sanos y puñeteramente a salvo de todo y nada. Que, para ser sinceros, el mero acto de respirar constituía un esfuerzo titánico, para los muy aficionados a dar portazos y gritarse callando.  

No obstante, y habiéndose imaginado siempre que los entierros se celebrarían en días grises y lluviosos, con gente vestida de negro y apiñada bajo sus paraguas, el sol brillaba y nadie iba de negro. Tampoco le hicieron caso con el himno. 

El otoño se presentaba raro, peor que un ¡maldito bastardo! El niño que llevaba en su vientre saldría corpulento de más y feo como pocos. Y ni la tapa del ataúd se le resistiría, con lo que a las horas saldría de esa su alcantarilla. La bufanda había ayudado, y mucho, dando y quitando penas, suspiros y lamentos. La misma bufanda que aún habría de pasar por más tragos, y hasta de acompañarle en su segundo entierro. Pero luego, bastante más tarde, qué todavía le quedaba por hacer.

Primero, la tomaría con todos los dolientes chaqueteros, a quienes iría haciendo un ovillo, uno a uno hasta formar un montículo (cubierto de maleza y secretos). Les quitaría las indumentarias, por cierto. 

No se consideraba un alcohólico el recién fallecido, del mismo modo que no creía padecer el síndrome de Diógenes. Solo era un hombre al que le gustaba echar un trago de vez en cuando y coleccionar cosas; y tenía largas temporadas. Cosas, que algunas quemaría.

Así era la naturaleza humana en la que uno no podía elegir sus verdades.

Su perro, al que hubo de medio drogar para tal fin, sería el único que podría descubrirle, ahora bien, confiaba en ganárselo por sufridor que era. Ya sí que le podría dar largos paseos por el bosque y que se explayara. Y su padre; pero su padre teóricamente tenía alzheimer, por ¡aúpas! que dijera. ¡Otro rojiblanco muerto hijo de puta de mucho cuidado que en su día fue del Atleti!

PEBELTOR

Pedro Belmonte Tortosa

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Tags: AlzheimerAúpa Atleticoleccionar cosaselegir sus verdadesnaturaleza humanapaseo por el pasadoser civilizados

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