Pasaron muchos años hasta que supo de su nombre, una vez, en la que aceptó recogerle un paquete. Fue sin querer, por descuido. No llegó a firmar nada, de esas veces en las que el repartidor tenía autorización para dejarlo en la entrada evitando todo contacto físico directo; y prisa, algo muy usual.
Tan cerca de la vida, como que no, sus apellidos coincidieron. Y fue el silencio, la gravitación de los gestos y las muchas facetas de la misma vida quienes lo redujeron todo a esa infinita capacidad de que ni el uno ni la otra fueran inocentes.
El repartidor, en su entrega, apuntó que el paquete lo entregaba al vecino de portal. La soledad a la que hubieron de enfrentarse fue singular y vergonzosa. Ni ella ni él habían pedido paquete alguno. Quizás fue su puta madre, palabra que tenían borrada del diccionario.
Preguntada la hija pequeña de ella, nada de nada. El chucho con el que jugaba la nena, por lo menos dejó de aullar de una puta vez.
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