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El silencio obligado

Aquella vez era verdad. El gesto del coronel, el tono de su discurso y la gravedad de las palabras habían cesado, aunque fuera en un torpe intento.

Por momentos se oficializó el descanso. Las enormes vigas y todo ese mastodóntico entramado se quedó embargado, preciso en su silencio. Las bombas, los flejes y las restantes maquinarias pesadas apenas se quedaron en el bajo techo de la boca de algunos con los cigarrillos rusos que le habían robado al sargento por entre el gigantesco túmulo de piedras y escombros que también cedían al privilegiado descanso, sepultando los instantes.

Había pocos, ningún oficial entre ellos. Pero eso era vida para los que sobrevivieron al bombardeo por pura suerte. Atrás quedaban las diecisiete horas de progreso de todos los días en esos minutos de disidencia e incitación. Un día en el que no le habían tenido que sacar los intestinos a nadie, por entre alguna que otra viga salvadora.

En todo el día no habían comido, y aún les quedaba rapiñar algo en la vuelta, asaltando las ruinas de alguna panadería de mala muerte. Algunos ni sabían parar, por buenos o malos que eran.

Construir en tierra extraña era eso: no poder confesarles a los padres que habían malgastado su vida en vano; y pensar en sus madres, con el delantal muchas, ni provocándose emociones, por honor, gloria.

Pero sí, socavaron del todo al coronel; y eso que el poco amor que les quedaba les detuvo en el ultimísimo instante: enterrarlo vivo, quizás no fue la mejor idea.

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
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