A aquellas alturas, la condición de mis pacientes clandestinas cambiaba mucho. Las solía dejar a solas con la angustia durante al menos un par de horas; quizás toda la tarde. Me buscaba una excusa y me ausentaba. Era su momento, su realidad. Con el tiempo llegué a adivinar los gestos de cada cual.
Al volver, siempre se comportaban como si no hubiera llegado nadie, y no se apresuraban a despedirse, tal que nadie las esperase e incluso que ningún hijo suyo levantase por un momento la mirada buscándolas.
Poco a poco fui menguando las visitas, incluso las educadas en la fe católica. Me di cuenta que todas las actrices mentían. El sonido de sus risas hacía cosas en mi corazón, quisiera o no. Intenté disuadirme metiendo una vez a un violinista imposible en tal rincón un día, pero seguían ellas y sus gritos sordos; y de lo poco que conseguí es que saliera de mis adentros el dios de la ira. Quería tener de todo, pero no quería que todo se viera por miedo a perderlo. Me daba miedo llegar a tener algo más fuerte que yo y que pudiera esfumarse todo.
Ellas, de un modo u otro, presentaban la misma sintomatología: querían que alguien luchase por ellas, es lo que siempre habían querido. Confesarse con un extraño, por doctor que fuera, no les variaba el gesto de nostalgia cuando sonaba el timbre. Se les iluminaba la razón como si fuese a llegar alguien a buscarlas, cuando no era más que el sonido que anunciaba el fin de la terapia, mezclando las luces cálidas con las sombras frías.
Todas, igualmente, llegaron a tomarse el café ojeando de pasada el periódico, y hasta se ofrecieron para hacerme algún que otro recado. En principio fue la calma, a simple vista, lo que les podía. Por eso, y por mucho que pudieran doler sus consecuencias, el rincón de las cosas que faltan habría de quedarse solo algún día, inexorablemente.
Media docena de pasos bastaron para que me sintiera más viejo, más cansado que en cualquiera de los fracasos anteriores, porque nunca me había implicado tanto, porque nunca había hecho tan bien lo que me pedían, pero, sobre todo, porque tenía la certeza de que acababa de quemar el último cartucho.
No obstante, la miseria de la situación actual sobrepasa con mucho todo lo que hemos vivido hasta ahora. Aquel rincón no es más que un gueto o cárcel superpoblada, por desierto que esté, habiendo quienes sostienen los días y los trabajos cansados, rotos o muertos de dolor e indignados en el invierno más grande jamás visto. Una masacre de frío glaciar bajo la luz pálida y gris del alba de un verano que no fue, ni primavera tampoco, apostado ya el otoño en la cruel soledad de los soldados que caen irremediablemente en la batalla. Sí, aquel rincón de las cosas que faltan, por donde se mostraba un valor y una calma admirables, pudiera ser la playa más fea y angosta del mundo cuando la atmósfera se torna en irreal en tanta paz salvaje de no saber enfrentarse con medicina a la medicina y las personas.
La vida es breve, el arte es largo, la oportunidad fugaz,
la experiencia engañosa y el juicio difícil. (Hipócrates)
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