Esa ciudad, reino o lo que fuera no era tan diferente. Un lugar de putas o de beatas, encantadoras ambas, donde todo tiempo oscilaba entre la brillantez comedida y la genialidad indiscutible, y eso que la oscuridad se antojaba reiterativa, no obstante, gozaban de una paz estimable. Unos hacían mapas de cera, otros, llaves de niebla. Nadie asesinaba a su madre el día después de Navidad y luego se ponía a rezar.
Algunos habían llegado a esa edad en la que los petirrojos cambiaban de color sin cortapisas, con arbitrariedad y fanfarria, sobre todo cuando el humo del tabaco se quedaba suspendido en el aire como esperando a que alguna corriente los transportase a otro lugar. Era la zona 45.
Un sitio tan de paso que nadie jamás admitió haber estado. Algunas se cortaron los párpados inferiores para disimularlo, otros, con sabrosa mezcla de racionalidad y conmiseración se hicieron pasar por paseantes solitarios bajo fructíferos brotes de romanticismo. Los menos, tuvieron gestos de desaprobación, aunque al poco ya no fueron tan ariscos. En la comarca de al lado estaba la curva 46, un idílico lugar que por señuelos tenía los infinitos de la naturaleza, más lo perplejo es que dentro de todo ese marco emocional y físico no solo cabía la reclusión en sí mismo, sino que también la posibilidad de albergar preseas para superar la zozobra, según pareceres. Maliciosamente algunos intentaban llegar directamente a esa meta o lugar de paso, fundamentalmente artistas arruinados, los que bebían garrafón y demás. Un pomposo y arrogante tipo quiso inclusive robar todo el helado de turrón y las galletas de canela de la zona 45 e intentar parecer mejor que nadie ofreciendo ese trato para ir directo a la curva 46. El malparido falleció. En la zona 45 no se tenía nada y se tenía todo; había quienes sin ser creyentes rezaban el rosario cada noche, que con llanto contenido y manos entrelazadas flexibilizaban a su antojo; y eso que la zona 45 era el único pueblo o edificio de colonización que no tenía santo ni dios alguno.
Aquello de que se daban besos secos era rotundamente falso. Lo que sí hacían era siempre respirar por la nariz, por aquello de que al inhalar vía nasal acrecentaban el efecto del óxido nítrico en su cuerpo y tenían mayor fortaleza. “Era una bellísima persona” dijeron de quien no pudo hacerlo. Podrían criticar sus métodos, pero en un mundo perfecto las cifras no mentían. Superar el recinto 44 con nota lo hacían únicamente seres rocosos, por indisciplinados, caóticos o académicos; en el recinto 44 se aprendía a manejar la capacidad para la distancia y la proximidad o se moría uno/a con el frío instrumental.
Y lo de que en la zona 45 se podía disimular con sonrisas de quinceañero y ganar al sistema estaba por ver. Pero había nacido un candidato. Otras/os se quedarían anclados en esa zona hasta que no tuvieran nada más que decirse. En el recodo 47 ya se empezaban a plantear absurdeces como el tema del blanqueamiento anal, volviendo a aquellos ingenuos y encumbrados espaciosos 15 de cuando se intentaban mirar el perineo guillotinándose algunos el cuello. La mafia de las edades sabía jugar con todo eso. Una mafia que como todas existía cuando había cosas prohibidas. La huida era una condición que iba más allá de la fuga. En el libro de instrucciones se decía que había que pasar por todas y cada una de las edades.
Por comodín solo estaba lo de irse a silbar a la vía del tren en cada lustro, salvo en la zona 45, que era toda una excepción a la regla. Algunos interesados manifiestamente optaron por disimular como si estuvieran ya en la parcela 80 por aquello de que hasta los sobacos todo les era cintura, sobre todo quienes ocupaban silla de juez sin dejar de ser enemigos. Por suerte, el sistema los detectaba y les cortaba la lengua y un poquito más a esos falsos ancianos y residentes para que los infortunados tomaran conciencia el día después y volvieran a la casilla de salida donde algunas agotaban al mismísimo sol con tanta charla.
Si se era reincidente nada de ir hacia atrás, directamente te enviaban a tu puta casa donde no había posibilidad alguna de conseguir helado de turrón, galletas de canela o cualesquiera de los parabienes que se iban sumando con el paso de las ciudades y los años. Coloquialmente, a esa villa la llamaban el retiro, por aquello de no hacer daño ni de que tampoco se sufriera de más o de menos, así, según circunstancias, cada cual decidía dentro de lo posible; y la suerte, que formaba parte de todas las vecindades. En el mismísimo receptáculo 1 ya te daban la ficha con la que se iba a jugar el resto de la existencia. Un sistema de intercambio muy similar a la moneda.
Era hacia los puñeteros angulosos 51 cuando aparecían las cartas de amor perdidas. Había quien se ponía irascible e imbécil casi siempre, que ni con el sonido y el rumor de las palabras. Los otros adultos consolidados, los del coronado 69 sí que no sabían mentir, ni dar explicaciones chulas, no siendo ni débiles ni complacientes, no obstante, había casi tantas opiniones como seres humanos.
Más o menos aceptables eran los del restrictivo 99, que sabían de todas las filosofías y gravedades; algunos perdían el control y no podían contener la orina. En la ronda 99 los relojes no andaban hacia atrás, y por tanto se debía dar la cara, no valía solo con la ambición. Madurar era cuidar lo que se decía, respetar lo que se escuchaba y meditar lo que se callaba.
Un poco menos contundentes eran los del reducto 76, tan íntimos que resultaban casi inapropiados. La prisa no era un pecado, por cierto. Algún motero mugriento aún tenía dispensa; quimeras como la ruta 66 se podían medio creer, aunque nadie lo hubiera atestiguado. Nadie era perfecto.
Los hijos de puta que se anclaron en el montículo 18 y se negaron a avanzar siempre fueron seres suertudos mantenidos por el sistema, igualitos que sus primos del pavimento 33. Una puta mierda todos ellos. Creídos, subnormales y casi anormales; bondadosas algunas. En el planeta Saturno los hubieran extraditado a los anillos más lejanos en un santiamén, pero como en todo reino existía una horda de gilipollas gobernando y opositando, como tantos otros aplaudiéndolos (seres cuya verdadera ficha nadie conocía y, casi que, mejor). Ofendidos y ofendedores en tan lucrativa profesión del cuento se otorgaban prestigio, generándose derecho e identidad, inmunizándose al no tratar con la realidad, así como que garantizándose una inocencia desmedida más allá de la duda razonable; tan pronto eran miembros de una sociedad hetero patriarcal como homófobos o influencers favoritos.
El otro cisco lo tenían montado los veinteañeros del puerto 22 que eran super machistas y violaban sistemáticamente a las gallinitas. Una lideresa llegó a decir que fue montada por un perro, la misma que gestionaba una cafetería del tipo obrador sin gluten y, al tiempo se ocupaba de procurar esos calendarios de tías en pelotas que vendían ya fuera en Navidad o a la orilla del mar, con la condena de un par de veintenas más aprovechándose del libertinaje sexual y el derroche económico del primer mundo y sus problemas. Catedrática de Universidad que era la que vaticinaba el miedo y se procuraba su beneficio.
Al mismo tiempo otros se abrazaban esperanzados. Eran los que habían superado casi todas las regresiones de fe religiosa y una buena parte de las tonterías de la humanidad y numerosísimas sesiones de yoga, medio fallecidos a nivel global. El contacto humano tardaba en normalizarse, pero se daba. Todo apuntaba a que los del desnivel 29 volverían a dar por culo a otros. Y es que el libro de instrucciones no se equivocaba; sabía de todos los rituales. Un libro que no se podía regalar, teniendo preguntas inamovibles para respuestas capaces de llevarnos al núcleo de intimidad más preciado, en ocasiones. Un librillo de almohada, para algunos; de inolvidables veladas, para otros; y de apegos feroces cual maravilloso texto zoológico. Era horrible darse cuenta de eso, pero no dejaba de ser el primer libro para la cofradía de los sepultureros. A ellos sí que no se les podía hablar de batallas. Soldados enloquecidos y criminales poco salaces que sabían de la música con la que bailaban los otros, los que alguna vez dieron un mal paso, se saltaron las fronteras de los años o usurparon laberintos. Todos en su fetén nicho 31.
El factor humano quienes lo ponían eran los del mítico boulevard 78. Padres, muchos, de los poligoneros 48. Los últimos, músicos callejeros; encabezando las listas de los mejores éxitos y, pulsiones parecidas, quienes habían sobrevivido a garitos de mala muerte y tipos de muy mal carácter en una doblez moral nada ambigua.
Los insoportables del escalón 58 tenían su propia batuta. Gentes de relojes de cuco. Tapices. Paredes llenas de fotos. Eslóganes caducados. Directores generales, normalmente. Seres que trataban de reescribirlo todo y que su palabra fuera definitiva sin arriesgarse ni financiar nada que resolvían a la mitad, si acaso. Soporíferos conferenciando. No valían ni para agregados culturales en el Reino Unido. Si bien, en el libro de instrucciones los definían de otro modo: “un sitio elegante poblado por gentes honestas que nunca parecen trúhanes”. Todo ello por no decir hombres vulnerables y destrozados que hasta se tenían que emborrachar para ser mezquinos.
Los mejores seductores siempre fueron los del canalón 72. Hacia la media noche y durante todos los eneros tenían un plano fijo irresistible, arquetípicos de caballeros andantes, casi monacales si se precisaba marchando al ritmo del amor de sus vidas en aras de un bien mayor. Muchos de los cuales estaban hospitalizados, otros a punto de fallecer, representando ellos solos, enhiestos, la entereza de todo un reino sobrándoles las músicas y las flores de pretil, no malogrando palabras. Finalistas y debutantes. Más pronto que tarde se dejaba de llorar por ellos, llegando a entender por qué sucedían algunas cosas.
El comercio de los hombres siempre fue otra verdad profunda de ese y otros tantos libros, países y reinos. Lo paradójico es que todo era bien común y una naturaleza amoral.
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