Nos enseñaron a soñar, a intentar vencer, a ser amables. Una auténtica lástima. Nadie acentuó el adiós. Y es lo real, lo seguro.
Mucho ser amigo de los amigos, hacer de colegas y creerse a salvo, y no, nadie ha nacido para reinar. Tras diecisiete años no es puro magnetismo, y bien sé que sus toses no se alivian con cualquier fármaco. Pero no se sabe nunca con quién se está viviendo.
Ahora bien cada día me siento mejor, tengo mi emporio. Nadie me discute, nadie me congestiona, me seca o me pide su lado de la cama y del mar. Tengo mi extraño huertecillo, y sin prisa, cuando quiero las saco, desocupándolas, muy entregado.
-Bienvenida- les digo.
No me oyen a la primera, están rellenando ese cuaderno que les obligo. Así están entretenidas. Les dejo eso y el cepillo de dientes, lo demás se lo tienen que ganar. Cuando se trata de valentía piensan. Con la comida se denota la fragilidad. Y sí, cuando son solo mías, limpitas, sean cuales sean, siguen las instrucciones. Antes y después tienen otros sus cinco minutos, y ellas. Para eso no existen seguros, para eso están las lámparas: son sus segundas vidas. Si apagan el punto de mira, saben que no necesitan más estrella.
Unas veces me amarán, otras, me odiarán; esto sí es el gran show. No, esto no es un restaurante normal, es algo real. Y me da igual que me digan que no: tengo clientela. Les invito a sentarse en la mesa, y que se sepan buscar la vida.
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