Categories: Extraños (Blog)

El príncipe de los silencios

Las luces navideñas parpadeaban en los escaparates y, los aires, estereotipados, olían a nieve. Era lo primero que había que hacer: tomar conciencia. Las farolas lucían guirnaldas. Algunos las iban recorriendo y había un montón de gente haciendo cola para probar las castañas asadas. La vida era un regalo, con o sin cierta vacilación y palmeras de chocolate. A cada lado del mantel blanco, ya en casa, ella sintió de pronto una honda lástima por él. Todo muy bonito. La débil luz del salón lo sabía, por eso no quería ser el techo, con ganas de que todo se le derrumbase encima. Le habían llevado la compra. Ese negror de la pobreza lo embarró todo, y su reflejo.

No. No hubo tregua ni en Navidad ni en Fin de Año.

Las palabras y las grandes representaciones no cumplían con las sentencias supremas. Desearse lo mejor incluía a niños bebiendo de un lodazal, lejos, cerca, humillados, olvidados y sedientos; también los felices por haber salido. Como el repartidor, a quien diez días más y nadie lo echaría en falta del centro, ni la fuerte luz de la entrada al mismo, señalándolo. Saldría y no podría entrar, por decreto y por cojones: había que buscarse la vida y tener varios horizontes.

De origen desconocido, el príncipe de los escándalos, años antes hubo de sujetarse a los restos de una barcaza para que la mar no se lo llevase consigo. Apenas lo quería recordar. Entregaba la compra y daba las gracias. Justo lo contrario que cada noche al regresar al internado, donde antes de acreditarse por tres veces para asearse y tener acceso a una cena caliente debía escribir, como mejor pudiera sobre su familia. El director no quería que se olvidasen del color de los ojos de sus padres, de quién era más alto, de sus voces y el tacto. De ahí el apodo marcado en su taquilla y gorra. Príncipe de los silencios; porque renegaba, y no se lo permitían: debía recordar todo cuanto hubiera sido, saberse las direcciones de la gran ciudad, de qué pie cojeaba cada clienta del supermercado, el día que harían el pedido, la forma de pago y lo que consumían no era del todo saludable. La soledad de su propio hijo la sentía en sí mismo el director, que se sentía tiranizado por los caprichos irracionales de tanto afán en separarse en las sociedades modernas, fidelidades conyugales o malditas bendiciones aparte. Muchas veces con dolor, y una honestidad entrañable, tanto lo que entendía de los demás como lo que comprendía por sí mismo, ese exalumno llegaba casi a agitarlo abnegadamente ciego hasta que el principito volvía a ese pequeño lugar de donde salió.

Pedro Belmonte Tortosa

Share
Published by
Pedro Belmonte Tortosa
Tags: centro de menorescojonesdirectorprínciperepartidorsilencios

Recent Posts

Le gustaba pensar…

...que aún tenía un pasado.

5 días ago

Compañeros de suelo y suela

Tal vez se conocía a sí mismo, pero no conocía del todo a los demás. No obstante, creía haber entendido…

6 días ago

Contempló la inocente sonrisa…

...dibujada en su cara.

1 semana ago

El resto puede esperar

No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…

2 semanas ago

Un libro que creía olvidado

En Villaciruela estaba prohibido leer, escribir. Las señoras habían de serlo siempre, admirables en cualquier circunstancia. Afortunadamente siempre existía otro…

2 semanas ago

Castigo de Dios y de los hombres en la tierra

Por muy diferentes o parecidas que sean, y cosas hirientes que se digan, las religiones unen a las personas. No…

3 semanas ago