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El presidio de unos ricos tontos

Hombres que nunca habían tenido miedo de que los violasen aventaban esa mala bruma. La guerra era una extraordinaria escuela de lucidez; y el miedo.

Se habían acostumbrado al silencio, a callarlo todo, y el mar se lo estaba devolviendo con creces, tras años en los que el sexo se les había vuelto tan común que lo excitante es que les quisieran de verdad.

Lo peor de todo es que no habría nadie más, aunque lo pidieran en sus deseos. Nadie en la perra vida de esa isla les hacía sentir menos como los que marcharon, quienes volvían para acabar lo empezado, tras estar vagabundeando a expensas de la mar y sus corrientes en su salir para volver. 

En ese presidio reunieron a todos los que creyeron haber tenido el suficiente dinero como para ser felices, abandonados los unos con los otros, mayoritariamente hombres. Cien mil euros al mes por persona les costaba que les tiraran la comida sobrante (de una cadena de supermercados baratos) desde un helicóptero. Ellas no, se lo ganaban de otra forma. Una isla en la que ninguno ganaría más ni llegaría antes a jefe, aunque trabajase más horas.

Y de cuando en cuando soltaban a los que en tiempos fueron búfalos, que embestían con ganas. Animales de más de mil kilos que ni disparándoles con fusil cinco veces se detenían, hambrientos e iracundos. En absoluto hedor a maldición, sino pura vida.

De acuerdo con los peritajes, de cada cuatro, tres fallecían en los primeros meses, incluidos los empresarios que habían multiplicado por trece su fortuna en los últimos cuatro años. Ese presidio era pasar de la adolescencia a la vejez sin pasar por la madurez; ni daba tiempo ni había ganas. Cualquier búsqueda del equilibrio precisaba de remedios antiguos y de ningún dinero.

De cara a la prensa estaban reunidos trabajando en pos del sector biotecnológico o algo parecido. Y las tormentas tropicales que se convertían en huracán de categoría 1 ahuyentaba a los estúpidos curiosos.

Los sábados odiaban lo que se amó y amaban lo que se odió. Solo había una mansión de lujo, por llamarla de algún modo, y quién mejor hacía de la depresión algo sonriente podía optar a ella. Dentro había una librería. ¡Qué extraña era la vida! Intentaban suicidarse en las mismas estanterías, y no convertirse en héroes inmortales dejándose caer por los innumerables y escarpados acantilados. La huella de un ser humano verdadero, sin duda, les podía.

El jefe de psiquiatría sabía que eso no era una moda, y que daba igual si era en septiembre o en diciembre, y que siempre llovía. Se hacían un café, y deliciosamente se intentaban quitar la vida. No se trataba de rabia ni de resentimiento, mucho menos de odio: era una especie de decepción ilógica… Tal vez si hubieran leído algo antes, toda esa transparencia, la desnudez, les hubieran sido su fortaleza. Pero no, ese presidio eran muchas cosas y una sola cosa definitiva.

Entre la caridad y el maltrato, ellas defendían al criminal contra el puritanismo, y a los extraños que conocían.  

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: búfaloscaridad y maltratoescuela de lucidezsuficiente dinero

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