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El molino de las aspas de papel mojado

Allí iba la gente a mentir. Decían que se ponía en marcha cuando nadie lo veía, y que molía dinero. Hasta que llegaba a curar los pecados de infidelidad. Ese molino era todo un azar fortuito. Y un lugar donde las tradiciones continuaban vivas. Mentiras que podían ser verdades y engaños; miedos y necesidades.

Desde mucho antes del siglo XI paraba gente en sus inmediaciones. Las gentes se apeaban de los trenes, unos riendo y otros llorando, grandes y pequeños. Y cuando un tren partía, rápidamente su lugar lo ocupaba otro. Así sucesivamente.

Decían, que los poderosos lo colmaban de regalos, y no solo a cambio de una de sus sonrisas, que sabía hacerlas el gigantón. Era un molino diferente a otros. Por años que tuviera pareciera joven, fuerte e inocente. Además, se decía que leía el deseo en la mirada de las personas.

Hacia la noche se le iluminaban las aspas con el pálido reflejo de quiénes nunca dormían y sus trasuntos. A sus pies había quien rezaba supersticiones, manías o lo que fuera, solo hasta el romper del alba, que para entonces la población se multiplicaba.

A esa hora siempre llovía. Una llovizna pertinaz, de apenas un ratito en ese intervalo del cambiar la noche al día, ahora bien, el dinero que caía no era baladí. En una de cada diez gotas los peregrinos podían hacerse ricos, ya fuera para el colegio, las vestimentas, comer o el médico y tener para la casa.

Llegaban a atracar barcos de madera junto al mismo, también con sus velas, hacia una especie de archipiélago, que no solo trenes repletos de gentes y mercancías. Muchas entregadas como ofrenda. Más lo difícil no era llegar justo para cuando lloviera esas preciadas gotas. Si te excedías en la fuerza, el dinero se evaporaba al mero tacto de la piel; y si por el contrario, la levedad destacaba, no solo no había premio sino que además quemaba el propio agua. Y mucho.

El molino también era un lugar de reunión, que no solo una burbuja de candor y libertad para jóvenes de todas las edades. Tanto como que algunos quisieron pintar sus paredes, y un aspa se molestó. Porque las aspas podían moverse juntas o por separado, conformando un boceto dificilísimo de imitar, máxime, con todo ese mar de gentes en sus alrededores.

Habían construido hoteles, algunos lujosísimos, en los vericuetos de esa raña donde se ubicaba. Construcciones que tan pronto sentían el frío como el calor, el viento como la cálida paz del mayor de los sosiegos.

Había hombres y mujeres que hasta intentaban concebir allí mismo a sus hijos, algo en nada poético para los provincianos más conservadores. No por vulgares o libres, sino porque en ese contexto y metrópolis había tantas verdades y mentiras, con etnias muy diversas y de todos los lugares del mundo, que las educaciones y las costumbres se pisaban unas a otras. Y había normas que no se podían ignorar, que no se podían pasar por alto.

En suma, eran una población, la que allí se congregaba, que aunaban modernidad y nostalgia, sobre todo, cuando el molino pareciera mirarte a los ojos, y cuando nunca, por más que se intentase, se le conseguía dar la vuelta del todo, por mucha curiosidad, fuerza y voluntad que se le pusiera. Tampoco tenía puerta como tal, apenas un ventanuco. El cual tenía algo de dragón, o de brujo, según belicosas tribus y personajes de renombre.

Egiptólogos, ingenieros y físicos habían estudiado innumerables veces la construcción, así como quiénes vendían su cuerpo en las inmediaciones de tanto misterio y cámara, hacia la orilla derecha, justo donde algunos quisieron poner una muralla para su fama y canon. El molino, no obstante, no dejaba de ganar terreno a cada movimiento de sus aspas, reinando libremente, piano a piano.

Era todo un enigma saber quién lo construyó, ni los abuelos más mentirosos acertaban. Incluso los griegos llegaron a dejar por escrito que fue el segundo hijo de alguien hasta que se acodó y quedó para las místicas venideras. Por haber, había infinidad de leyendas sobre esa mole de piedra, maderos y vientos.

Un monstruo sin cabeza que llegó a sobrevivir a varios alzamientos, guerras y desamortizaciones. También tenía sus condecoraciones. En una placa se decía que le habían hecho ciudadano indio y, por ende, miembro del imperio británico. La ecuanimidad de los halagos, así como de las generosidades y ambiciones, inteligencias e ilusiones ponía a muchos a sus pies, creyéndolo un apóstol en ciertas confesiones.

Se le podía obsequiar con cualquier cosa de bien, si bien, lo que más le gustaba era el carbón del día de Reyes. Se lo comía todo. Ese ventanuco no tenía fin, ya fueran mayores o centenares de estudiantes quiénes se lo dejaban caer. Mirar no se podía, cegaba ese agujero negro inacabado cuando se pretendía mirar. Un lugar por donde antiguamente llegaron a verter orines y lo enfurecieron, venteando sus malos humos y arrasando hasta bien lejos, para que los historiadores y otros posibles sucesores tomaran buena nota de esa paz relativa en tantísima velocidad angular.  

Para muchos, era la última persona con la que hablaban cada noche. Y así seguiría siendo mientras tuviera sus aspas mojadas, como decía la tradición. Aspas de papel. Según Roma, el más versátil de los emperadores (Adriano, el tercero de los cinco buenos emperadores que gobernaron con justicia) llegó a hincarse de rodillas y preguntarle; tanto como el emperador y corso francés Napoléon Bonaparte, quien ordenó que le dejasen pasar una noche completamente solo junto al mismo, al igual que hizo en la gran pirámide y última morada del faraón Keops (imitando a Julio César), legando a su séquito y un religioso musulmán a una colina cercana. Jamás se supo a ciencia cierta si acabó divinizado, o si pudo ver la punta de oro gravitando al alba. Fascinación que todo lo podía. Ni ratas, ni escorpiones ni murciélagos allí paraban. La propia respiración lograba ese influjo.

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: AdrianoaspasJulio CésarNapoleónpapel mojadopirámide Keops

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