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El mar, la mar

Se preguntaba si estaba flotando o hundiéndose. Mar adentro ni él mismo sabía cómo sentirse. Quizás lo mejor era alejarse sin decir nada y buscar nuevas razones. Eso hacía. Hacían. Cada cual a su modo y manera. No se encontraba la iluminación escapando de la oscuridad.

Era real, no perfecto. Lo mismito que ese silencio del mar, que lo decía todo. Y la marca que iba dejando la barca al moverse; esa ausencia, y todo ese polvo de estrellas que se iba conformando. Estrellas que no renegaban de su oficio, que simplemente estaban, se las viera o no.

El mar, la mar se iba llevando ese tiempo sobrante. El mar, la mar, y el ruido estrepitoso de la vida, que se cernían y examinaban con pausa y compañía. Pues aún solo con la corriente, había alguien, nadie, y no era el bajo sol o los otros contornos que le rodeaban. Menos aún el tiempo detenido. La certeza de haber alcanzado una suerte de triunfo tampoco.

Pestañear, mirar el reloj, resoplar o rebuscar apresuradamente no se hacía pasado un rato. Y la magnitud de la mar le impedía llevarse las manos a la boca. Una conducta y nitidez que reconocía los gestos naturales y los impostados sin que le pesase la psicología de las horas. El propio movimiento de las olas lo hacía todo palpable y medianamente pacífico, hubiera o no obstáculos insalvables. El remo y los ojos como que asentían; y en la huella de los cielos nacían flores que se desvanecían entre unas brumas y otras, de colores más o menos intensos, con el aire, a tientas, siéndole una conciencia grata. Unos aires que pasaban de largo sin más, mientras que otros restañaban por instantes cuales dedos y recolocaban la barca por sus bordes deshidratados encontrando consuelo igualmente.

El mar, la mar, demasiados sitios y ningunos. Aguas absortas y funcionales que no podían volver atrás y cambiar principio alguno, aguas que siempre intentaban comenzar desde donde estaban y cambiar el final, finales, fruncidas a ese empeño especial en seguir siempre adelante peinando la mar y cuantos botes hubiera. Testigos de pausas breves y de encrespamientos, y a la par contrariadas y condescendientes, a las que ni siquiera le asaltaba la vergüenza de tener resaca o de enfermar un lunes. Aguas con hermana mayor, océanos, de madre, padre, primos y tías. No como el agua de grifo, la de los ruidos de la calle, relojes de pulsera y bombillas incandescentes.

Quietud y movimiento, donde volverse fuerte sin perder la ternura. Así como en la tierra y el correr de los caballos salvajes; o el subir a una cima sin mayor pretensión que llegar y bajarse; tanto como pasear cogidos de la mano porque sí, sin miedo a trabarse o a no explicarse bien, sin hacer ruido, sin contar nada, sin demostrar nada. 

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: agua del grifocaballos salvajescogerse de la manoenfermar un lunesresaca

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