A veces la vida solo era eso, las cosas que se habían perdido.
El mar, la mar, que sabía dónde se enterraron a los muertos que no estaban en el cementerio, hacía de las suyas, como si no se le hubiera cuidado o mirado lo suficiente.
Había miedo, y se vislumbraba más. No eran jóvenes, ni tampoco viejos. Además, nunca sabían cuándo tenían que rendirse. Habían oído hablar del amor, aunque no sabían si era eso. Y del mar, la mar, también poco o muy poco.
No habiendo nada más pequeño en el mundo que el ataúd de un niño, no habían tenido que pasar por ese trance, ni posiblemente les llegaría tal ocasión por suerte o desgracia. Es más, ya no tenían a nadie a quien decirle las cosas cuando se dormían o acurrucaban. Estaban en la perspectiva del olvido, salvo por esa voz interior que no sabían si les era de fiar.
De un modo se querían fiar el uno del otro, eran las buenas relaciones humanas las que lo hacían todo más feliz y saludable, si bien, ello también les era fanfarria y emociones sin gestionar por mucho que su mesura les dijera que si se salían de la fila de hormigas estarían más solos. Se podía pasar por algo difícil y, de repente, que la voz interior ya no fuera de fiar y le llevase por el mal camino.
Lo de irse a navegar no estuvo mal. La idea, como tal, fue un juego de inmensidad y de pequeñez. Una buena probatura. Pero el barco no flotó. Y no sucedió de forma abrupta, sino en tierra de nadie, sin fiel infantería a la que llamar dando lugar a un clamor inapelable, convirtiéndose el mar, la mar, en un ladrón de esperanzas.
No obstante, esos peces de asfalto mal que bien llegaron a la orilla. Fue entonces cuando navegado ese desierto de aguas, crestas y sales de nuevo tuvieron ante sí el único horizonte: la hormiga que les caminaba delante. Y nada, excepto la ceniza de aquello que fue una vez un tiempo y la arena asolada.
Cuales grumetes decidieron quererse. Sabían que un árbol podía crecer en Brooklyn, o jardines secretos y mentiras sobre las madres o el mismísimo tío Oswald. Un medio verano en el que ella tuvo los ojos más verdes y el pelo más rubio.
Habían aprendido porqué cantaba un pájaro enjaulado en toda esa travesía; y él, había tomado notas sobre la mística de la feminidad a la edad de la inocencia en cuanto que no pudieron hacer más que mirar cómo se hundían en la mar, el mar, los restos del día, unos tras otros, maravillosos, dolientes, duros y de quitar la respiración, nadadores secretos en esa interminable historia del navegar solos, a sangre fría viendo el color púrpura de algunas horas o las montañas mágicas que ensoñaban.
Cinco horas más y no hubieran podido. Ni ellos ni la campana del barco, que a punto estuvo de hacerse cristal en el mar, la mar. Un tiempo de silencio, tregua, hasta dar con los vientos del pueblo o las ciudades prodigio. Fueron mil y una noches, o casi, de renglones torcidos y de ensayos de abrazos o cegueras. Un manual para mujeres de la limpieza para el segundo sexo. Y un diario, todo un resplandor; asquerosos a veces. Un estudio sobre la banalidad del mal, en definitiva.
Pero decidieron quererse. Sí, habían cometido muchas vilezas, pero en qué época no, en qué sitio no.
Esa vez con burla de sí mismos o con leve amargura, que en los telegramas y en las postales todo el mundo ahorraba palabras, al igual que en las despedidas.
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