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El árbol de la silla vacía

Tenía algo ese árbol. Cada vez que ella se iba se deshojaba el lado de la silla donde había estado sentada y se hacía un silencio casi absoluto. A su regreso, todo lo contrario, surgiendo un delicioso festín romano para disfrutar de esa sombra tal que el árbol la echase de menos.

Ella, no obstante, volvía y no volvía, habiendo dejado ahí parte de su inocencia para siempre, siéndole el árbol una pantalla grande y centelleante sobre la que protegerse, o bien, el principio del fin en su hora del diablo.

La silla formaba parte de la tradición: cuando moría alguien se quedaban con algo suyo. Y la silla fue y seguía siendo una rutina en una de las mejores cárceles del mundo. Su padre la puso para estar con su madre, ese que se quedó mudo tras perderla y apenas expresarse con la mirada de un mal actor; su madre por el afán de notoriedad de la suya propia; y así sucesivamente unos tras otros.

Si la gente hubiese sido consciente de la violencia que sufrían, no lo aprobarían. Personas que olvidaban años en minutos, y personas que para olvidar unos minutos no les llegaba la vida, con todos sus años.

Madurar les era entender que el amor no era un “para siempre” sino un “hasta donde fuese sano”, después de todo. En los libros, y en los duelos, dado que pasadas las despedidas y los abrazos, el suelo y el vuelo de ese árbol tan territorial venía a ser el país más desigual del mundo, sintiendo bajo el mismo todo el dinero y todo el tiempo del mundo, o lo singular de la nada más preclara: solos.

Ellos eran el futuro, y ellos eran el pasado. Mientras que el presente lo vertebraba el mismísimo árbol, que nunca sabía en qué abrazo se estaban despidiendo las personas bajo el lujo de sentir el tiempo detenido, acogidos al mismo. Un dolor que nunca tenía nombre, y que nunca se hizo delante de los criados, otrora época.

Épocas y días en los que se vieron todo tipo de personas, desde los que pasaban las mañanas cuales terratenientes, a las de corazón dividido o los de los diálogos de sordos como polvo en el viento. Un sitio donde la meritocracia no existía desde hacía siglos, pasando todos por el mismo rellano, vivos y muertos.

El árbol no se sentía especial por eso, ni se sofocaba. Es más, se había acostumbrado ha hacerles de acordeón a las personas, estando sin estar. Se desgreñaba, sí; y callaba acogiendo y sintiendo. Lo que nadie sabía era que guardaba en sus entrañas (cosas de una niña muy avispada que tuvo, la de los cinco lobitos) una vieja cajita de hojalata con figuras de renos bailarines en los costados y que no sabía a quién dejarla, con la garganta de arena años después, entendiéndolos a todos.

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: cajita de hojalatacinco lobitosel país más desigualgarganta de arenarenos bailarines

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