No era un economista, ni juez, menos aún médico, farmacéutico, profesor, biólogo o gestor cultural. Era alguien que vendía, visitando a otros con mayor cualificación académica para que recetaran a ese laboratorio que representaba. Y jamás fue a una Olimpiada, tampoco recuerdo verle presumir de nada… todavía un compañero suyo se acuerda y de cuando en cuando deja algo en la puerta de su casa; lo último, una caja de melocotones, de esos que se consideran destrío cuando uno hace la compra y no se aceptan de buen grado. No me cuesta mucho remontarme en el tiempo y verle llorar, tartamudeando al saber la noticia. Aun así, al día siguiente apareció por allí, y junto a su mujer nos acompañó un rato; por supuesto no dijeron nada. Se sirvieron de ese estar y no salirse de la raya. Eso sí que son economías circulares, políticas fronterizas o venderse humo del bueno: es la rendición extraordinaria. Toda tu puta vida preguntándote si de verdad sirven para algo, y tener que depender del valor de unos melocotones desiguales y con arrugas, necesarios de todos los silencios.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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