Difícilmente se podía ser más egoísta. Ella nunca le mintió a lo que le preguntó, y siempre le cuidó. Pero sí, salieron negros. Negros como el carbón. Los pequeños Antoine y Susan apenas anduvieron por el mundo unas horas, justo las que necesitó su padre para malograr sus vidas.
Lo peor no fue eso. Los servicios de mediación familiar apenas consiguieron algunas noches en un motel del pueblo y, ni la supuesta ayuda vecinal convenció a su esposa. Ella siguió compartiendo techo, día tras día, y hasta sus oraciones. No se perdió ni la mismísima antenoche del funeral en la que dieron la bendita sepultura a sus criaturas. Así las llamó siempre su padre: criaturas.
No obstante, Elianne, esa madre dolorida no solo por las entrañas, se dispuso a sacarse la leche de sus mamas cada cuatro horas, cinco, seis o las que fueran. Y siempre pensando en esos que llevó en su vientre durante los casi nueve meses, sentada en la butaca frente al cuarto de mayores que tan bien construyeron. Eran niños deseados, programados como casi todo en la vida. A su edad, o se hacía así o no se hacía. Con cuarenta y tres años largos y ningún parto previo si el conducto por el que circularía el niño durante el alumbramiento no estaba creado de antemano habría que andarse con mucho ojo, que no todo en ginecología y obstetricia pasaba por rezar a San Rafael y gestar sacando por el vientre y la placenta.
Ojo que les faltó. Y que ni en la ultimísima radiografía cuatridimensional pudo alguien observar color de piel alguno. Aparentemente cultos, ningún profesional del extensísimo equipo médico que les trató cayó a lo largo de los dos años previos y ese embarazo, en la cuenta de explicarles esa posibilidad de sus ancestros. Blanca como la leche, ella; y, pelirrojo como una zanahoria, él, la cuadratura del círculo se produjo tan notablemente que cuando en el paritorio le entregaron al esposo al primer recién nacido -que gritaba como si tuviera dos cojones- lo dejó escurrir soberanamente, para de inmediato echar mano de la otra llorona criatura y hacer lo propio. Y todo ante los ojos de Dios y de su querida esposa, esa que no era una feligresa más sino la bendita y bella mujer del predicador Thomas.
No contento con ello, arrancó por dos veces los equipos de reanimación a esas criaturas entumecidas, exacerbado e implorando a no se sabe a qué Dios o deminio, haciendo del paritorio toda una Sicilia en pleno julio. Y ella rasgada, cosida por la pelvis, el útero, el cuello uterino y la vagina y sin poder sentir su propio dolor fruto de la epidural, borbotoneándole la sangre a mansalva a pesar de los inumerables esfuerzos de la cirujana que no terminaba de cerrar del todo esa vorágine que los forceps y la indómita experiencia humana habían conseguido.
El jefe de policía, su hermano, otro artista del insulto, siempre supo que lo mejor era dejarlo suelto, que Elianne ya se encargaría. En los archivos constaban cincuenta y dos posibles asesinatos achacables a ella. Todos de criaturas de menos de un año de vida, en circunstancias parecidas y con la probable presencia de ella, blanco de todas las acusaciones de puertas afuera, llenando el cielo de almas.
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