Parece que fuera transparente la tinta de todas aquellas cartas. El remitente se le apoderaba en sí. Era toda una auténtica delicia su mirar, de un calado sublime, tanto como que a veces creía estar en un cuento de hadas, no en vida. Lo miraba y lo creía, la competencia era feroz. Todos querían cogerle la mano. Bebía de alguna manera de nostalgia, por ello mismo había una corriente subterránea que les aupaba a la modernidad siendo gentes con historias. El asidero más seguro al que podían aferrarse era ese silencio estéril, narcótico, del que más allá de adormecerlo, daba pie por un momento a una infancia a borbotones, que afloraba por encima de sus causas.
El mediano no sabía de qué manera mirarlo para no verlo, harto de simulacros; venía de recorrer medio mundo, imaginándoselo; y teniéndolo casi a su servicio le era desconocido. Sí, sí. Su hermana le había avisado. La que habitaba en los suburbios de la abundancia. Llevaba varios días durmiendo en esa prisión, sumamente molesto y extraño. extraño.
Afuera se escuchaban unas sirenas. Despierto y con los ojos cerrados. Jamás podría compartir con nadie esa sensación, a pesar de vivir igual que el resto. Y se le ocurrió que quizás cada cual se reencarnaría en su exilio según su comportamiento, por lo que desenfocó todo. Un olor que no le pertenecía, y que no le era ajeno, ajustó todo; no obstante, acompañados en todo momento, quisieron estar en ese emprendimiento crepitando las emociones.
Cuando supo que no podía ser, se cernió a la expresión al tiempo que la muerte se había olvidado del mismo, encarándole las huellas dactilares esas, las de rayas azules sobre el fondo gris. Las de las grutas y los soles en la arena de los años.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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