Después se volvían a dormir abrazados

A veces se despertaba de noche a su lado, y si ella también estaba medio despierta se hundía por entre su busto, brazos y piernas, o si no la buscaba y se dejaba querer. No hacía falta decir nada. Hasta llegaba a quedarse dormido dentro de su cuerpo, algo sinigual.

De día, con el regusto amargo del café, alguna calada al cigarrillo y por cuando los ojos se iban haciendo, tampoco es que se dijesen nada. Incluidas noches de esas en las que probaban cosas, ahogándose y dejándose en el tiempo, deseosos hasta hartarse o caer de un respingo y que el otro sintiera un dolor punzante en el pecho.

El edificio apenas los sentía parpadear, como mucho aclararse la garganta o llorar sin haberlo aprendido bien por las cosas inevitables, esas de cuando se volvía a los pueblos y sus funerales. Pueblos, del todo blanco y todo negro, que el dinero no lo compraba todo; eso sí, lugares en donde lo que estaba hecho con amor siempre estaba bien hecho, muy de gente de allí.

Con el paso de los años no era difícil mantener la continuidad y los hechos que otros habían creado. Una familia de silencios reunidos al fin y al cabo.

Quienes los veían desde fuera, observaban que con ellos el invierno se sentía verano, y viceversa, siempre igual, día tras día. Y no porque fueran mudos, envidia que sí y que no tenían, que lo eran, sino porque pasase lo que pasase, invariablemente se volvían a dormir abrazados, sin hablar.

Y eso era amor, autenticidad, quererse bien, necesitarse y cuidarse. Lo demás, ¿a saber?

PEBELTOR

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