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Déjese llevar: la necesidad de volver

En los edificios de alrededor las cocinas no mostraban costurones de guerra, ni eran patrimonio de la humanidad de uno u otro modo. El caso es que los dos comieron en tal campo de concentración y mayor ciudadela tal que fuera ese lugar una pequeña cabaña junto a la bahía de un archipiélago con sus procesiones de pascua ortodoxas. A unos diez metros, un trabajador restauraba la puerta de acceso a una torre con trapos que no procedían de harapos de ropa tendida. Lo mejor, siempre lo mejor, es lo que se utilizaba en todo ese perímetro de Deansgate. Y no había manera humana de parar, siempre había cosas que cuidar, ajustar y calcular. La tradición soviética del secreto cobraba importancia en la cara y disimulada ciudad de Manchester, correspondiendo con el hermetismo y la extrema lejanía de todo cuanto no fuera Londres.

La utilización de ese espacio tan señorial engrandecía hasta a los más pueriles. Decenas de cristales de bronce y lámparas de araña, vajillas blancas rellenando los muebles vidriosos al paso de tanta cultura, y centros con rosas blancas, hojas de helecho y brezo pudieron constatar todos en ese gran día, con voces despejadas, nada de carraspeos varios o darse a perder el aplomo. Su Majestad había enviado un emisario.

El cual, ya bien adentro, habiéndose instalado en una sala al efecto, empezó a hablarle con aplomo al comendado señor Griffin:

-Mis amigas y yo nos quedamos con la congoja y la incógnita de ver el papiro más antiguo que tengan ustedes.

-¿Perdón? -respondió el bibliotecario, con galones.

No seamos lacayos, sabe a lo que me refiero. No me encogeré de hombros -pretendió que se lo imaginara.

-Pues bien, profesor. Ordenaré todo. Siéntese -le corrió una silla. Una de 1755, donde se habían leído libros en más de treinta idiomas.

El corte clásico no le desfalleció en ningún momento al emisario real, caracterizado con el rigor del mejor observador. Clases de yoga no se sabe si practicaría, más la espalda firme y tiesa le era, cosa que no abundaba.

Tratado con respeto, sin estrecheces, le ofrecieron y sirvieron té rojo. Al tiempo que otros casi que eran fustigados por tardar de más en abrir el redil, acostumbrados a solo sostener la respiración que no a correr.

Faltando poco para que se lo enseñaran, el bibliotecario encargado se adelantó, aflojando la carrera:

-Señor. Vayamos arriba. Conviene mover las obras lo menos posible, por favor acompáñeme y le enseñaré un manuscrito.

Con un movimiento fulminante renegó y aceptó. Ese lo hubiera atado a un palo. Mary McCarthy, a quien el director había ordenado estar en la retaguardia, entonces salió y una mano áspera la sacudió con brusquedad tomando la gabardina del reputado señor.

 

Extracto del libro Mary McCarthy

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PEBELTOR

 

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: bibliotecarioDeansgateLondresMajestadManchesterMary McCarthyseñor Griffin

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