Mucho tiempo después de haber abandonado toda pretensión, aún se hablaba con maliciosa complacencia, solo que el vicio imperdonable del creerse más listo ya ni era desaire.
Las gentes habían cometido todos los deslices posibles y encogido los hombros, no por indiferencia, rasgando las nieblas de un delirio hasta causar náuseas gozando de un placer extraño y avaricias.
Y la noble factura del perdonarlo todo había pasado factura. No quedaban ni el fondo de las almas… solo un cuaderno de versos y lo mejor del arbolado.
Las gentes, de haberlo sabido, nunca hubieran osado a pedir de forma tan preclara. Hasta la desconfianza de los animales del monte llegó a dar escalofríos: aborreciendo todo cuanto llegaron a oler de esa humanidad.
Bien es cierto que todo estaba escrito, torpe y groseramente, tal que ni un resorte endiablado pudiera haber magullado esos versos a la búsqueda del tiempo perdido o cuantos deseos miserables y lascivias hubieran suspirado:
Los zorros son vergüenza e ira,
ni juez ni testigo.
Ladrón… ladrón…rapavelas.
Los zorros no tienen ni calumnia,
ni vulgo ni préstamos.
Ladrón… ladrón…rapavelas.
Los zorros son antojo y espantajo,
ni puros en el calabozo.
Ladrón… ladrón…rapavelas.
En otros versos se redoblaba la atención y hasta se llegaban a oír quejidos débiles, sonando llaves entrechocando como si les rechinaran los huesos de amargura a algunos en los confesionarios, habiendo otros sonriendo de placer entre lágrimas… de regencias mal obedecidas dentro de la realidad histórica, social y cultural española y europea de su época, estableciendo sentidos hasta entonces poco o nada reveladores.
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