Cuando vi su cara supe que no era él, pero como si lo fuera. Llega un momento en el que un hijo deja de ver a su padre crecer y le asigna sin querer un rostro tipo, por eso lo reconocí: fue algo intuitivo.
Y no tuve que leer más del relato de aquel periodista que contaba el drama de los incendios en la vecina Portugal. Aquel hombre de edad mediana, más bien avanzada, sentado en su coche, poco lujoso, no podía controlar el pánico. Era para sí un gran día de nada. Afuera, vecinos y curiosos observaban. Seguramente estaba impotente porque las autoridades, en cumplimiento de la ley, no le dejaban avanzar más hasta lo que sería su casa o el medio de vida: y se derrumbó en ese salto al diario. Al lado, un político era incapaz de consolarlo, no le salía aquello del “lo que no hagas tú no lo va a hacer otro”; debía cumplir su función social de amparar, a pesar de serle cadena y cargo.
He cerrado los ojos al menos setecientas veces desde que pude medio leer (por decir algo) el reportaje. Y sigue ante mí. Tengo la cara de ese hombre incendiada de miedo, de sed, de la verdad… los hombres me explican cosas. La gente cuida lo que tiene, y quiere. Las personas no buscan un amor marca, estándar; estoy seguro que ese hombre, con todo su genio y descomposición, tenía la piel fría, siendo poco más que un alma de cristal inmóvil; sombra. No vislumbraba a los curiosos, vecinos y operarios voluntarios de los incendios, tampoco a los del humor travieso de la política con sus poco recónditos y disimulados abrazos de palmaditas en la espalda.
E intento escapar de ello, andando, nadando, planchando… y esa imagen tipo sigue. Es intuitiva, extrañamente conocida… ¡Qué cosas tiene la vida, y qué malos son los fuegos que no se apagan ni acaban con uno en su sinrazón! ¡Qué cosas tiene lo perdurable y lo sustentable! Cultura sostenible, dicen. Pena.
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