Fue mucho después cuando la luciérnaga levantó el vuelo. Todo empezó en la residencia de estudiantes, hacía veinte años. El suicidio de su mejor amigo le condicionó hasta que se desengañó, tras asumir las culpas en primer término. La novia de éste jamás le perdonó, y eso que se llegaron a casar y a tener dos hijos, superando juntos la melancolía de la pérdida al reencontrarse el último año de carrera y comenzar juntos una actividad profesional de mucho éxito.
Si bien, allí donde todo debería cobrar sentido: el sexo, el amor y la muerte. Les hizo retroceder a su juventud y verse años antes culpables, echándose la culpa el uno a la otra, y viceversa, por aquella cuerda que bajó de ese olmo gigantesco y del cual colgaron a Toni, quedándose al pie del árbol.
La cuestión monetaria también contaba. Mucho más que las lágrimas que afloraron por los ojos de Patricia tras el orgasmo más triste que jamás había sentido, en aquella adolescencia crecida y con el follaje del bosque protegiéndolos, recordando aquel silencio a todas las lluvias del mundo.
Morir no les daba miedo; el futuro de sus hijos sí. Y que creyeran que no les habían querido lo suficiente. A mediados de semana se resolvería el juicio de la custodia. El otro lo contemplaban cada vez que se acostaban y miraban al techo, juntos o separados. O a la pared, o cuando tenían hambre. Con el tiempo la cabeza se les fue embotando, máxime cuando en mayo recibieron una carta de la madre de su amigo.
Hubieran preferido tres febreros seguidos.
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