De pequeño hizo todo lo que su entrenador le ordenó; haciéndose mayor, jamás contradijo a sus padres; como adulto, no paró de mover sus pies; envejecido, domingo tras domingo ayudó a colorear y colocar los cromos, dudando incluso de que él los hubiera coleccionado.
“Una sirena, mira lo que te digo Preciosa. Una sirena, ni más ni menos Princesa” siempre le espetó a su esposa. A quien veló durante más de dos años bajo los barrotes de su cama, no consiguiendo convertirse en un campeón.
Más en su falta de agilidad siempre recordó eso (“Una sirena, mira lo que te digo Preciosa. Una sirena, ni más ni menos Princesa”), y que cambiar de año siempre fue una enfermedad respetable, como los envoltorios de papel de seda.
Tampoco se apartó ni un milímetro de su programa, pudiendo leer sus amigos, aplaudiéndole en primera fila su esquela: Crea tu propio futuro, cabrón. Precio que pagó sin rechistar ni regatear el dueño de la pensión.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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