Le gustaba ir a los museos porque había gente de todo tipo, y porque las preguntas tenían sus colores, sus olores, formas y sonidos, como la vida misma. Personas que se supone querrían a alguien, o cuando menos serían queridas con toda la fuerza y el coraje.
Lugares donde nada de lo que sucedía se olvidaba, incluso si ya no lo recordabas de primeras, porque siempre que se veía lo que uno quería y sentía le volvía a gustar como la primera vez, justo como la vida misma.
Espacios donde cada persona necesitaba su tiempo, también como la vida misma. Tiempo irrepetible y tiempo irreemplazable, como el querer.
Otra cuestión es que se pudiera ser bueno a solas, por más que se amara; o que se estuviera bien, y todo lo pareciera, dejando que los días nos llevasen a su antojo. De ahí lo difícil de encontrar a alguien con quien estar y con quien poder transmitirse apoyo, respeto y todo tipo de sentimientos. Estados de ánimo, más bien. Una suerte inesperada, la de dar con ese cuadro de persona… y saber mirarse y tenerse con todo tipo de colores, olores, formas y sonidos, incluso cuando ya no se recordase el querer, y hasta cuando cada cual necesitase su tiempo de amar.
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