Después de pasar casi dos años en celdas abarrotadas de hombres sucios, durmiendo con las piernas encogidas, áspera y sin ni poder distinguir límite alguno a la moral de tantos, sumaba meses y restaba semanas tal que una diosa rubia de la abundancia.
Sin sobresalto, cada día, al quedarse sola su repentina condición le pedía echarse al suelo y sin pretender reconocer cara alguna de aquellos dos o veinte años, mimetizarse e ir dejando a un lado aquel tono cetrino asociado a la peor enfermedad.
Pasar de ser mercancía robada a todo un beneficio razonable tenía esas cosas. Convencer al carcelero fue lo más dantesco que se le pasó por la cabeza, y su puerta trasera. Dos años, veinte o doscientos le tocaría vivir junto a él, y luego sería libre de veras.
Su agonía muda era capaz de digerir piedras en ayunas, después de todo, por aquello de ir con todo al aire y la boca tapada. Llorar veinte minutos en un grado supremo de expresión de la más humano, y sentir el sol, el viento, la lluvia y el polvo no era una extraña coincidencia, ni una recompensa, sino los primeros años… los años de las decisiones… los años del conocimiento. Y todo lo hacía por su hija, la que quería ser domadora de dragones, llena de verdad.
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