En Villaciruela estaba prohibido leer, escribir. Las señoras habían de serlo siempre, admirables en cualquier circunstancia. Afortunadamente siempre existía otro día. Y otros sueños. Y otras risas. Y otras personas, y cosas. La población negra no fue creada para ser explotada por la blanca; ni las mujeres por los hombres. Se maldecía hasta el viento. La rendición espiritual era eso: mantener lo que ya existía en la mente de todos. Un vacío que no era silencioso si no se quería, porque escribían sus diarios íntimos: todos. Incluso los párrocos, gentes que debían confesar y confesarse. Era la tiranía de la perfección, o eso creían, en un aparte de la península de las casas vacías con silencios de guerra y obligaciones impuestas.
Pero para aprender a vivir, todos tenían que aprender a amar.
Uno busca su tiempo de paz, de silencio. ¿Qué escribir?, que las palabras que introduce le hagan no ser prisionero de la sociedad, y poder evadirse. Solo que al escribir uno es vigilante y prisionero, y también ladrón de libros. Sentir el frío en la cara o recorrer el miedo se puede hacer con las palabras y sus malabares, logrando sentimientos y vivencias jamás imaginadas sin ni llegar a ser un juguete roto.
A esa otra realidad verdadera y profunda se evadió el autor con la novela Castigo de Dios y de los hombres en la tierra representando una muestra recelosa de un proyecto mayor en una ciudad imaginaria, que no lo era tanto. El autor tomó ideas de su lugar de residencia; de algunas personas; leyó y maquinó. Hubo de dotar de una estética y de unos contenidos a Villaciruela (ese territorio de sentimientos encontrados), y como escritor ser el rey tras el cristal oscuro.
Se ubicó en el futuro, pero con tintes de un pasado no tan desconocido. Muy posible, demasiado. Con creyentes y sin ellos, y sexo, tiempos amargos, familias rotas, párrocos por doquier y el Pueblo de Dios unido en la misión, como se instruía.
No era paz, era silencio.
Nada era blanco inmaculado. Ahora bien, hubo un tiempo en el que escribir fue de agradecer. Después hubo de terminarse la obra, cerrarla, y hasta prepararla para su edición. No obstante, quedó un poso de creencia, de verdad. No de mentira. Como escritor algo entendió de cuanto se documentó. Era la vida real, por futuros o pasados inciertos que hubiera habido.
Y aunque se habló más concretamente de una religión, estaban todas. Sin excepción. Pero la tranquilidad no duró demasiado. Fue ponerse a escribir y pensar de más, intentando definir una ética capaz de hacer justicia a lo indecible.
Más, no admirando a ningún malvado, como el aire que respiramos, necesitó otro pulso para desmadejar todas esas involuntarias evocaciones, estando ahí la sombra del fracaso, dejando atrás Villaciruela. Esa ciudad y sus muros inciertos que fue hacia el futuro por el pasado, con la mirada a la verdad y sus múltiples versiones.
“No nos amamos lo suficiente”, concluyó para sí el autor sabiendo de los diarios íntimos de unos y otros, que no eran sacos de basura y sí la verdad de sus días. Tanto como que poco después, leyó en un diario de provincias, por donde Villaciruela: Localizan a una niña de trece años embarazada y casada a la fuerza; ya había tenido un aborto, por malformaciones graves. Fue ofrecida y comprada por medio de las redes sociales.
Evidentemente, no era la escritura de los dioses.
Nos vamos volviendo adictos a la soledad, a sentir paz, a no dar explicaciones, a tener nuestro espacio, a no dejar entrar en el corazón y en la piel a cualquiera, a ser autosuficientes y a brillar solos. A todo ese miedo y amor propio, a querer. El confort moral de seguir teniendo un bando o ninguno, antes o después de la incomodidad de tener que reconocerse, en definitiva. A no depender de otros. De ahí vagar por la España despoblada, deshabitada, vacía.
En Suellacabras a los niños jamás se les enseñó a aburrirse. Fueron pastores, cabreros. Y ese rostro del pasado pervivía, además de los gatos negros, los días cortos y las noches largas, o viceversa, que el tiempo era cambiante, caluroso más bien. Seres que sabían cuidarse, mejor o peor.
¿Por qué ese pueblo soriano y no otro? Por huir. Por no ir todos los días al gimnasio, por hacerle kilómetros al coche, para salir en vacaciones, por aquello del aburrimiento de la tele, por salir de uno mismo y no darse a la obsesión de querer a alguien cuando la misma se fue, sin ni llegar a despedirse siquiera.
Cierto es que eso mismo sucedió en Suellacabras, hiciera o no calor. Donde habiendo gentes que salían a la plaza del pueblo con sus sillas o las del bar que hubo, otros afanaban los campos, animales y tierras, transitando esos caminos y parajes más que secundarios. Sí, gentes que no se saludaban, queriéndose. Pocas, porque eran pocos, pero sentidas.
Extrañeza y cercanía. Justo lo que se sentía en tal lugar al paso de los coches, invadiendo sus intimidades. Un pueblo, para el que hubo muchos pueblos y ninguno, circulando y apenas parando, tan solo a dejar esas instantáneas de verdad y desazón, de soledad, de parquedad, dolo y rabia. Esfuerzo y aspiración. Quizás, esperanza y malestar. Necesitando algo más que un sitio propio.
Un sitio adonde volver cuando no había nada mejor que hacer. Excusa y vida. Casas viejas con casas nuevas, unas y otras entrecruzadas por barrios efímeros, la maleza del campo y el ruido de las hojas de ribera si se tenía mejor suerte. Estaciones de paso y ventanas al ayer y al mañana.
Estancias donde a la ida y a la vuelta ya hubiera una ganancia, por ser parte de uno mismo. Costosa mujer indomable, mujer perdida, que no rostro del pasado. Pocas cosas fueron tan humanas como ella y ese viaje sin la misma a Suellacabras, pensando en que las guerras del mañana se lucharían en el mañana. Y no. Todos los generales fueron a la guerra sintiendo lo mismo: miedo, amor, vulnerabilidad, cabreo, inquietud. Una soledad mayúscula e inusitada.
El libro fue una gran jaula al aire libre para el autor. Arder y no quemarse. Darse cuenta de que había dejado entrar a alguien en su vida y que, tras varios años, mejores o peores, se le había marchado. A fin de cuentas, las mejores personas siempre llegaron sin buscarlas. Y los libros le eran eso: juegos de la eternidad. Cosas, no palabras. Vida e identidad.
La vida que conllevaba días de esos, en donde los recuerdos le invadían y necesitaba salir; mientras el corazón tuviera deseo y la imaginación conservase las ilusiones. Luego escribir le fue barro en los ojos, consciente de donde estaban los límites. Respetándola como a ese mes de octubre que nunca terminaría de irse del todo ni acabaría de quedarse para siempre. Un largo octubre, con su primavera y su verano; siéndole las emociones de lo más honestas, no teniendo en quién apoyarse.
En general, dicen que la gente que lee suele estar sola, y que actualmente el conocimiento es una mercancía. Pues en Avión, un pueblecito gallego, aldea mísera, mala en invierno, dura en verano y nunca buena del todo, había personas que durmiendo a tu lado te podían dar tranquilidad. Lo cual no restaba que detrás de los retratos de casada hubiera otras vidas… Quizás las casas se parecían a sus dueños.
Cubrir ese vacío existencial es lo que un escritor pretende, al menos quien firma la obra La Galicia Mexicana, una obra literaria en la que besar siempre pareció más íntimo que follar.
México no hace distingos. Un país en donde el dolor que te proporciona la vida hay que llevarlo con la correa corta. El México de los emigrantes gallegos. Donde el verdadero amor les era el oficio, el trabajo, su hogar. Y donde lo peor es el olvido.
A ambos lados del océano Atlántico, para cada muerte se pagaba un precio. Matar no era una acción noble, ni siquiera cuando se hacía por Dios, habiendo personas que vivían sólo para que otros tuvieran un lugar adonde volver siempre.
Emigrar, a veces permite recuperar ese concepto de vecindad que en tu propia tierra se te niega, incluso con el frío de madre.
Las cosas que decimos, las cosas que hacemos. Eso es Avión. Eso es México. Eso es escribir, la pobreza que no se ve. Tal libro no deja de ser un lugar del que marcharse, con tantos recuerdos con los que se ha llenado.
Una obra que en cada detalle cuenta una historia diferente, siendo la realidad: tozuda.
Antes vivía con la soledad de esa obra,
ahora con su compañía.
PEBELTOR
Dicen que somos una sociedad en la que se ha perdido la experiencia del llanto. Llanto como algo necesario y reparador, no como elemento vulgar y soez para captar la atención y seguir desmereciendo a los restantes.
Antiguamente, sí era algo notable y casi que enriquecedor (además de estremecedor) ese amor constante más allá de la muerte. Francisco de Quevedo supo expresarlo en verso:
su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.
Y pareciera que no mirar a los ojos de la gente ha dejado de ser una falta de respeto pasando a ser algo más que una moda. Al igual que despedirse educada y sentidamente. Queda antiguo aquello del “saludos cordiales”, y muy de mayor, o serio y distante. Desearse “salud” pudiera tener un componente político para quienes buscan más allá de lo usual y conciliador del término. Darse un “beso” puede llevarte a la cárcel o lo que es peor, quedarte fuera (en el mundo libre en el que vivimos) y ser estigmatizado. Pero llorar, lo que es llorar, no tiene encaje. Se ha olvidado, o lo hemos denostado.
Siendo un adolescente, y estando ya bien crecido, mi timidez y ese cabreo que tenía con todo lo existente me empobrecía de más con un comportamiento que rayaba lo introvertido si no me encontraba en un ambiente favorable o no se sabe qué. Eso era fruto de mi desconocimiento, y porque mi personalidad aún no estaba forjada. También de la educación y el entorno, en el que muchas veces por querer o pretender algo se conseguía todo lo contrario. Pero no culpo a nadie de aquello, uno es lo que tiene que ser pasado un tiempo.
En cambio, y ya como escritor, se observan los saludos, las despedidas y todos esos atajos invisibles entre la realidad, la ficción, la historia y los mitos y se incide más si cabe en la experiencia del llanto olvidado. Escribir no es dejar la mente en blanco, es la misma miseria moral, económica y vital que vivir, por eso mismo uno nunca debería curarse de sus pasiones ni renegar de lo que ha sido. Escribir es como el pan negro. Algo que unos lo toman como si fuera blanco, y otros que ni se atreven a tocarlo. A todos: polvo serán, mas polvo enamorado.
Y vivir te hace “no olvidar” que en el mundo existen hoy en día más de treinta conflictos de alta intensidad, además de otros muchos, cientos, con igual fin. Vivir en sí mismo es un conflicto social, un fenómeno motor, una reacción… Cuesta creer que sumando experiencias perdamos el llanto como algo necesario y reparador. ¿Qué tendrá nuestra educación que algo o mucho falla, o falló? ¿Acaso no leímos, o nos leyeron, suficientes cuentos o historietas de niños… y de mayores?
Podía conocer las reglas y aun así equivocarse. Eso le sucedió a este escritor. No quería presumir de libro, en absoluto, solo escribir, como que de espaldas a la carretera, sentado en el pretil bajo la lucecita de una cerilla con el gesto varonil y una repentina ternura, más el cielo quieto, casi que tiznado de carbón, bajando la noche para inundarlo todo.
También vivía en una buhardilla, ese que iba poco al cine. Y salía sin salir con alguien, que estaba de muy buen ver pero que no le enamoraba, ni cuando anduvo mirándola con aire sofocante y, en otros, artificial. Una mujer dispuesta a serlo todo, de las que preferían besos bruscos e inexpertos a falta de ningunos otros, y de las que se dejaban besar una y otra vez estando dormida.
Quizás por el aspecto abatido, quizás por no besar ni el ser un transeúnte o el vivir sin criada, las palabras hormigueantes no dejaban de salirle, directas a las páginas. Unas tras otras, como que algo casual. Y no había manera de parar. Palabras que sumadas hablaban de esos semidioses y el gran hotel de Rota: la Base Naval erigida en tal lugar, y los apartamentos contiguos y separados, y su gente, el amor y las barracas o las casas que trascalaban unas calles con otras a falta de ninguna.
Párrafos que se escribieron con total sinceridad y a disgusto consigo mismo. En su mayoría hacia la noche, que era cuando manejaba mejor las reglas, y también se sentía más joven y guapo, raramente. El que ni siquiera daba las buenas noches o buscaba callejuelas con esa, la del saber coser y el lugar y tiempo muy concreto, de una capital y su pedanía, y un modo de vivir que pudiera darse en cualquier parte y ni ellos supieron.
La novela El sexo de las embarazadas fue el lugar desde donde observar el mundo sin obviar el ámbito doméstico. Algo aparentemente irreal, desligado de todo cuanto conocía. Textos decentes ligados a lo más disparatado, y mujeres capaces de hacer lo que les pidieran, sobre todo las lisiadas (hasta con la espalda mordida) y las hermanas mayores, aunque bien podrían haber estudiado Ciencias Naturales, y no esas cosas, para muchos, barbaridades.
Subir los escalones de dos en dos no le ahogaba; ni uno más, de tres en tres, que ya costaban. Intentó en vano hacer confidencias, como si estuviera ennoviado. Y la invitó; pero no. Sus arbitrariedades desconcertaban, dentro de los afectos y la breve historia, apenas de unos instantes. Echaba en falta tener días locos de entusiasmo, preferir quedarse a comer y a cenar, hasta enfadarse e irse del cuarto. Su casa no era su casa, aún pervivía con la sensación de provisionalidad, tal que todo fuera un examen trimestral y el pretexto del ganarse la vida, haciéndosele la ciudad y su oficio tremendamente aburrido.
Ella y las palabras escritas le hubieran seguido. La primera por insensata. Los textos, porque iban siempre con él, residiendo en la pensión de su cabecita, animadoras y fulanas, directas y sinceras.
En el bar de la estación pidió un café solo, y allí terminó el libro, bajándose del andén. Un andén casi desierto, del que sonó una campana y el tren arrancó. Entonces ese se bajó y dejó las páginas aprisa, echadas a correr, porque el tren rebasaba la estación sin dejar de mirarle, cayéndosele las lágrimas, sonando los hierros del tren sobre las vías cruzadas, no distinguiéndose ni una catedral; apenas unos vencejos altos, altísimos. Que de largo le dejaron en su ser, ya sin el juego de la vida: huérfano de todo.
Solo los mejores supieron convertir sus peores fallos en sus mejores aciertos… él no fue uno de ellos.
Ni a gritos se podían tapar algunos silencios. Tan pronto se sentía como un pomposo capullo, que como alguien más guapo que el pecado o sencillamente una puta mierda. Pero escribía, o lo intentaba a duras penas.
Había ido a hacer la compra por no aguantarse. En el peor día de la semana, y a la peor hora. Y lo sabía. Lo bueno, que saludó a un viejo conocido que le reconoció, de esas personas en las que confiar y poder darle las llaves de su casa. Buena gente. Compró comida y helados. Los necesitaba. No pensaba abrirlos por mucho que lo necesitase; otras tantas veces sí que lo hizo.
Tenía edad como para recordar los tiempos en los que la gente cumplía su palabra. Por eso mismo se sentía así, medio engañado, medio defraudado… medio gilipollas. Era un escritor solitario, silencioso y soñador. De niño, alguien callado, a quien le daba vergüenza hablar, sabedor que habría algo esperándole, algo más fuerte, más inteligente, más amable, más duradero. Algo más grande y mejor.
Sin embargo, la vejez le llegó con achaques de estabilidad y poco más, y eso que una mujer llegó a ir más allá de sus hábitos de escucha y las palabras escritas.
Su escopeta, a sus setenta años, seguiría tan precisa como el día en el que se fabricó. Un día especial, porque estrenó ropa ese viejo carcamal; en la noche en la que volvió a fumar.
Su diario pronto supo que eso no fue una buena señal. Todo se le antojó frío, lúgubre y cambiado sin remedio. Estaba solo, con los nervios a flor de piel, con la mirada perdida en la silla, vacía. Pasó a ser el lugar más maloliente al cabo de unos días.
Nadie acudió en años…. llegó a pasar medio siglo de vida cuando alguien abrió la puerta sin que sonase la campanilla previamente. Las cortinas le parecieron llamativas.