Una golondrina no hace verano, ni una sola virtud bienaventurado.
Pueblo de Dios unido en la Misión.
Eran como el amor judío cuando había dinero en juego: una historia triste de vida muy seria.
Se ocultaba, por decirlo de algún modo, donde mejor cantaron los pájaros, porque los capellanes sabían la verdad de la mentira, y su propia hija sabía que con arreglo al santo eran las medallas.
Abrazos prohibidos en público en Villaciruela (salvo en las iglesias) y otras tantas ciudades y pueblos, donde si se enfermaba se debía hacer con síntomas leves.
Los que leían mucho y andaban mucho, veían mucho y sabían mucho, por eso mismo no se creían esas triquiñuelas. Se podía organizar un grupo criminal internacional desde el sofá, en pijama.
Y no habiendo nada que desesperase tanto como ver malinterpretados los sentimientos.
Si amaban, sufrían; si no amaban, enfermaban.
Ponían, eso sí, toda la felicidad que sentían por la paternidad, esperando de ellos ese abrazo en el que quedarse a vivir siempre.
Básicamente había aprendido a comprender las emociones de los demás en las circunstancias de los demás. Que no todo contagio emocional era bueno.
Algunos, hasta débiles como para rezar. Y eso que la libertad siempre acababa saliendo. Sobre todo, para quienes en su día fueron demasiado jóvenes para el blues y ya lo habían vivido casi todo.
Se estuvo prostituyendo y casi que no llegó a ser consciente de ello, la que fue una adolescente ingeniosa y sarcástica, pasando a ser arrebatadora, inteligente, hermosa y popular para los inseparables amigos.
-Quiero defender esa vida de rutinas, y defender mi intimidad. Extraño parte de mi infancia cuando mis únicas preocupaciones fueron caminar sin pisar las rayas, y colorear los dibujos.
En la Casa Cuartel, nada era tan común como el deseo de ser notable y que dejasen hacer.
Todas las familias tienen problemas, pero tú solo tienes una familia -le reprochó Florentina.
-La ciencia nos permite en la actualidad cosas que antes no podíamos ni imaginar.
Porque había una extraña forma de alejarse de la gente más querida: vivir en la misma ciudad.
Otra monja que se salió del convento, lo mismito que Florentina. Cierto es que a la postre se suicidó dejándose caer por una escalinata (en lugar de irse al bosque de los suicidios, como los demás), perfectamente impecable.
De hijo de puta sin sobresaltos. De íntegro. De honesto. Florentina tenía miedos, Florentina tenía sueños, Florentina tenía recuerdos.
Párrocos como Miralles no tenían un solo día en el que no rezaban por la mucha pena de esas mujeres que de tantas sabían.
-Es mejor tener un león al frente de un ejército de ovejas, que una oveja al frente de un ejército de leones -supo entenderla ella, querida y obligada, con educación de calle y necesidad de vida.
Miralles sabía el impacto de la muerte en un niño de doce años y la cantidad de imágenes a las que fácilmente tenía acceso.
Veleidades pocas, disfrutando hasta el último estertor de una reconfortante libertad con muchas ganas de pelear y sacar su rabia.
Sin embargo, con Griselda no se daba a hablar sobre la deshumanización de los palestinos por parte de la sociedad israelí ni cosas parecidas. Todos tenían un cupo de hostias en la vida.
Haz el bien, que la vida tiene memoria.
Del mismo modo en la patria, agonía y deber del rocambolesco ejercicio del saber practicar el ejercicio de la confesión, norma obligada para todos los residentes en Villaciruela. Los martes. Sin excepción. Allí, en la catedral, esperarían para siempre Melgar y Sempere.
Por eso los voy a matar a todos.
Todos menos el coronel y quien él dijera, como el obispo. Un tipo que nunca durmió solo desde que fue adolescente; y quien tenía una pésima imagen de su sexo: los hombres.
Otros se apresuraron con el martillo y los clavos, delirios de un sátiro enajenado de cura.
-En mi oficio se avanza preguntando. Se lo volveré a preguntar.
-El matrimonio es un negocio a largo plazo. Para la gente como nosotros, no hay manera de escapar. Asegúrate de acertar bien -debió de escucharle igualmente.
-Es posible que Dios sea un ratón y que corra a esconderse nada más vernos entrar, como tú, cariño -le tiró a su esposo, constreñida.
-Solo los dos sabemos la falta que nos hacemos.
El pueblo también fue responsable por aquello que decidió ignorar.
-Si aquellos a quienes empezamos a amar pudieran saber cómo éramos antes de conocernos… podrían percibir lo que han hecho de nosotros. La serenidad se logra si tu conducta es acorde con tus valores.
Florentina, la que sabía que el sexo era probablemente lo más puro, lo más animal y lo más potente que se podía experimentar. La misma hija que supo del amor de su padre por su madre, verdaderamente, al no estar ella en vida y él sentirla.
-Le tengo más miedo al matrimonio que a la muerte.
-Bendita la incomodidad que te hizo moverte de lugares donde ya no pertenecías.
La existencia no admite representantes.
-¿Cómo puede ser que cuando hago lo más humano, me convierto en lo más inhumano que existe? -se le confesaba la lactante y querida del obispo al capitán Miralles. Otra para la que la escritura y confesarse tenía un fin terapéutico.
Miralles sí que recordaba a personas que le eran conocidas: familiares y amigos. Pero al momento de verlos, no los reconocía. Y en el confesionario todo era una patología, tal que tuviera ceguera facial después de una lesión cerebral.
-Si como ser humano, al final de mi vida me preguntaran ¿qué es el éxito?, respondería que haber vivido una vida en la que viví, amé y respeté, y fui respetado por los otros a los que amé y respeté.
-Miramos al mundo una única vez: en la infancia.
“Los días del abandono” los tituló Florentina en su diario. “Yo creo que feliz, realizada, tranquila… no estaré nunca” añadió obviando la complejidad del deseo, la influencia hormonal, y no sabiendo articular sentimientos por mucho que los hubiera dado. Un diario que no era un consuelo de pacotilla.
La confianza del otro mal inocente (Miralles) fue la herramienta más útil del mentiroso.
Sorroche y su sonrisa tímida, que arrancaba desde el escote de sus senos.
-Nunca te acostumbras a que la naturaleza humana sea tan cabrona -le dijo al poco de verla, destartalada y gravitando en la orilla de un enclave indefinido hacia un páramo mesetario camino de Sierra Morena-. Siempre tendrás miedo porque un error puede ser fatal.
La historia de un lugar, un tiempo, en el que no había tribunales para juzgar a hombres como el obispo, mintiendo los artistas para decir la verdad, gustándole a ciertos curas jugar a las confesiones, enseñándole la firmeza de sus creencias, pareciendo Santos cuando en realidad encarnaban al Diablo.
Castigo de Dios y de los hombres en la tierra expresa la impaciencia por ganar, que es lo que finalmente hace perder. Vengándose todo el mundo de su familia, de sus amigos, buscando a su vez el sudor del pensamiento para salir de esos días en donde quienes jamás se mancharon las manos lo dominaron todo taimadamente.
El poder y culpa, tal que un perro mordisquease una y otra vez el mismo hueso para enterrarlo en el jardín como si fuera suyo, jugando con dos ventajas: la religión (costumbres, hábitos) y el dinero (alimentos, médicos, vivienda). Una inercia absoluta de las cosas hacia la abdicación de la certeza.
De los nuevos diáconos, entre los que se encontraban Miguel, Martín, Pascual y Ángel. Fulgencio, cura jefe de obra de la Estatua de la Libertad.
El obispo lactante José Mauro, cuya Sorroche, inmigrante como tantas otras, lo amamantaba divinamente. De los capellanes Sempere y Melgar, enamorados de la hija del capellán castrense: Florentina (monja y sargento).
Miralles, un capitán retirado, ya viudo, que estuvo sirviendo en El Líbano otrora época, donde el amor y el afecto, y donde a menudo una mujer casada tenía más cosas que perder, debiendo ser más cuidadosa, más prudente, lo mismito que en Villaciruela. Un retrato global misericordioso.
Hacia final del 2023 y casi que, hasta la primavera siguiente, ya en el 2024.
No era paz, era silencio. Habiendo que tener cuidado con el vacío de las vidas muy ocupadas.
Encontrando la distancia adecuada entre los grandes acontecimientos y la vida cotidiana, así tan pronto escuchando el ruido y la furia humana o los tambores dictatoriales como el bullir de un puchero o los lamentos de un cura y su urgencia enfrentado a la cortedad de miras o entregado.
Villaciruela no es una elección natural, es otra cosa. Lo mismito que Roma y su Curia. Esa imagen prehistórica del hombre de caza y la mujer con los niños nunca existió, ahora bien, había tantos eufemismos y un lenguaje tal, que disfrazaba la realidad.
A veces se hacía necesaria la ausencia de palabras y que todo quedase reflejado en los diarios íntimos, prohibidos, teniendo cada palabra consecuencias, y cada silencio también.
No obstante, tratar bien a las personas siempre fue mejor que publicar versículos que no se practicaban.
Villaciruela estaba situada en una capital de provincia manchega en donde crecer en familia pobre nunca fue fácil. Formaba parte de un plan mayor, con mujeres inmigrantes para contentar a los hombres. Repleta de curas y mucha Guardia Civil.
Como tantos otros pueblos y ciudades, nacía arquitectónica y urbanamente de su ayuntamiento y edificio catedralicio, desde donde partían los principales viales y calles, en donde no había ordenadores ni se permitía su uso.
Había una enorme réplica de La Estatua de la Libertad, llena de fango, nada más propio de ese primer atisbo de lo escabroso, el idealismo (que siempre fue un hueso bastante manoseado) y lo malévolo. Un territorio de muda expresión donde la incertidumbre omnipresente subyacía.
Porque el mundo seguía con sus reglas y sus religiones de por medio. Eso no había cambiado. Sí la soledad de los hombres. Y que los martes fueran el día clave para todo, como confesarse, único día en el que no se podía fumar.
Los cataclismos de las catedrales, mezquitas y algunos museos ayudaban bien poco. Y lo de jugar al póker. O que los niños se entregasen a la ciudad de Madrid. Que estuviera prohibido escribir, máxime a mano, ya daba a entender un sometimiento. Leer también era pecado, incluso antes de escribir la primera línea.
Ahora bien, el obispo tenía sus planes para Villaciruela y para sí mismo, su necesidad imperiosa. Un poco de esa basura quizás no fuera suficiente para afear el bronce de la Estatua de la Libertad y su moralidad.
Para saber que lejos del cielo había también aires difíciles y vidas que sustentar. Que los muros nunca caen por su voluntad, que hay que derribarlos. Y que cuando se recurre a la violencia todo está permitido.
Ese era el orden natural de las cosas en Villaciruela y su plan mayor, en donde los negocios son la guerra, y la guerra no termina nunca.
Florentina lo sabía, ella y el suplicio de ser una niña buena, quien supo escuchar en vida: “si no sacas fuera tus emociones, acabas rota por dentro”. Singladura de sórdidos recuerdos en donde nunca faltó un cura.
Se escribe en prosa toda esa herida inacabable en donde los viejos sueños fueron buenos sueños, con los curas demostrando serenidad (con tranquila resignación), aunque se equivocasen.
Creer no dejaba de ser una exageración en esos tiempos de Dios, sino que también de otros muchos de sus contemporáneos y predecesores. Alternativa en los momentos de malas cosechas, siendo Villaciruela un área de supervivencia y fervorosa reserva, con un cierto sentido de expiación.
En el libro no hay nada superfluo, nada excede a las necesidades vitales. Es una historia triste de vida muy sucia. Se trata de un futuro en el que quien puede se lía un pitillo, saca su fiambrera para comer o se frota las manos para combatir el frío, rodeado cada individuo de una memoria colectiva dominada por la religión, el miedo y sus poderes. Todo se convierte en una inmensidad conminatoria, siendo los martes los días clave para todo.
El clero, bien alimentado y con el corazón del ocio y los abastos del recién nacido poblado de colonización, gestionaba Villaciruela. Un proyecto mayor en donde no se podía escribir, ni leer. Un mundo ignorado y arcaico, próspero para unos pocos. En donde un movimiento casi imperceptible se había hecho dueño de todo, o eso creían, que estaba Roma y su Curia presta a tensar el silencio de los vencidos cuando le tocase darse a la paz ficticia.
Intervenir ese espacio lo harían, para limpiar sus pecados y encubrir otros tantos. Hasta entonces, el obispo gestionaba también lo artístico, las mujeres y cuantas concepciones de la vida hubiera. Hasta parecía pensar y saber de la naturaleza secreta de las cosas, lactando de su inmigrante (mujeres invisibles), sirviéndole de fundamento más que su Dios. Quien finalmente sería su campo de batalla, ella y sus prominentes senos.
Curas dotados de una profunda psicología, inusual si no fuera por las confesiones, en donde salían a flote los límites de la cotidianeidad, lo imaginario y lo real; y lo necesariamente malo, dejando cada cual su marca personal. Maltrecha sociedad que ni con esas se venía abajo, sobreviviendo en hogares separados, inestabilidad o bonanza. Con algunos matando cabrones; otros perdiendo la cordura; y alguna tranquila y lineal a su manera, pasando por diversos sentimientos.
Párrocos que algunos resultaban casi adolescentes en sus observaciones, y es que había que llenar los seminarios para integrar todos los tiempos, para sobrevivir y para crear, impregnándolo todo de pasado, de cotidianeidad, de una familiaridad íntima y cercana. Muy por encima de los avances tecnológicos, las crisis medioambientales u otras preocupaciones de pareja, paternofiliales, de casas y sentimientos de culpa, nostalgias y fanáticas dedicaciones, expresándolo todo con intensidad en las cartas y o diarios íntimos, prohibidos.
Unir el futuro con el pasado, eso es Castigo de Dios y de los hombres en la tierra. Volviendo a tiempos en donde había seres invulnerables e invertebrados o poco más, con una administración incapaz de cumplir las reglas que ella misma había creado. Sorprendía lo apocalíptico de que volviesen a reinar los hombres blancos en territorios como Villaciruela, estando el mundo en guerra, con discursos de odio y manipulaciones políticas. Habían vueltos los observadores, los pases para poder moverse de un sitio a otro, las catacumbas y túneles en las ciudades, las celestinas para poder verse, las murallas, los ojos nocturnos y pecadores, y quienes no tenían intuición sino experiencia.
La idea de Villaciruela era estar aislada, sola y olvidada. Con su réplica de la Estatua de la Libertad y numerosas campanas repicando y mucho arte, amén del control de las armas para con las personas en manos de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Pero todo, muy normal dentro de lo que cabía. Es de admirar el carisma de los ciudadanos, quienes decían del milagro, no del santo.
Historia de una ausencia, de unos límites, del paso de algunos hombres, de cómo la muerte levantaba los cimientos, de los diarios íntimos con sus traiciones y otros espejos, de los numerosos encuentros sexuales, del llorar a escondidas guardando lo sucedido no inmutándose con la pérdida de las hijas y preocupándose de aparentar y de guardar la honra.
Una sociedad de entonces, mal evolucionada. Con la mecánica del corazón apreciando lo bueno y lo malo del ser humano en un ambiente de distorsión de las leyes naturales.
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