A veces, al otro lado del arcoíris se escondían muchas lágrimas, mucho dolor y una profunda tristeza. En otras, la belleza del recuerdo. Para vivir en ese pueblecito había que tener la lucidez del perdedor, porque lo malo de morirse de amor es que no te morías, y que no cualquiera era compañía.
Sus muchas casas emparejadas hacia la luz y esa ventana que propiciaba el mar y su oportunidad les era lo más parecido a la libertad, al buen recuerdo y al dinero. Si bien, se conocían a sí mismos, y a su soledad: demasiado ruidosa.
La vida les iba haciendo una selección natural de amistades y de vecindades. Y se equivocaba poco la vida, muy poco. En algunas casas se colgaban espejos, del tipo retrovisores de los coches, hacia los lados. Cada uno recordaba a una persona, y su respeto. Gestos que no daban la vuelta al mundo, y que no se pintaban en murales, con trazas amables y quizás un tanto edulcoradas. Hechos que se quedaban por entre unas casas y otras.
Ese pueblo de casas hacia la mar era un país distinto a todos. Todo ello en un marco tradicional, por modernos que fueron en sus tiempos, multirraciales y sujetos a tensiones del todo tipo, incluidas las nacionalistas. Un lugar habitado por gentes que daban la mano con mucha fuerza, de los que sabían escuchar y parecer cercanos. De tono, presupuesto y autoridad moral.
Algún día, en alguna parte, ya no habría nada y, sin embargo, ellos permanecerían. Ellos y la alta noche tranquila, sobre esas sonoras sombras y crestas de la mar, filtrándoseles los rayos de la luna hacia las ventanas, cual alfombra de pensamientos que seguirían cruzando mares. Eran el frío de la nada y lo eran todo.
Los de tez rosada y pura, y los de formas menos gráciles. Todos, ollados a esa sombra, sueños, ímpetus y reflejos asidos a esos vastos espejos en tan reducidas y perfumadas estancias.
De las mujeres lo que fue quedando fue eso: el aroma y la voz del agua al perderse entre el silencio de la noche oscura. Prestos a perderse en la región lejana de la mar se olvidaron de cuidarlas. A ellas y a sus entreabiertos labios, brillos y rasos níveos, con violetas silvestres algunos las recordaban, otros con ramos marchitos, infamias y desvíos. El recuerdo hacía de todo una inmensa tristeza, tentando las vistas cansadas, que ni con las sonrisas de orgullo y de idiotas redimían.
La poca distancia entre el todo y la nada, entre la vida feroz y la muerte, entre el pánico y la piedad les venció y vencía, cuales botes remando contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado.
Casas, al otro lado del arcoíris. Eso eran, y acabarían siendo… y todo tendría su sentido, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.
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