En la diversidad de los atardeceres y del alba, en la tristeza de las despedidas del silencio, todas fueron a una. Macarena era de las pocas mujeres jóvenes y de la familia, una u otra, que quedaban por la zona. Nadie en su sano juicio añoraba ser parte del rompecabezas que se escondía tras esa piel de la emigración y sus envidias.
Peor aún, cuando se mezclaba la savia vieja con los licores del alcohol y las partidas de dominó, o cuando el mundo giraba sin detenerse dando abrigo a los políticos que les agasajaban como tontos, apostándose como seres queridos y repentinos capaces de vencer a lo desconocido con tal de ganarse unos votos o lo mejor: financiación para sus campañas electorales.
Era tal el alud de deseos que todas y cada una de las madres trazaron esa sensibilidad del tener que forjarse otra vida fuera de Avión, atesorando eso del tener que mirarse con los ojos cerrados, porque también las culpabilizaban los viejos. Madres y abuelas que sacrificaron sus vidas por cuidar a otros, cuestión que no las convirtió en admirables sino en víctimas.
Mujeres rendidas a diario contra el universo cercano, porque las desheredaban. De esas que no les decían que “los amaban, y a todo que sí”. Mujeres sin medidas perfectas, y sin tacones de vértigo. Pueblerinas a todos los efectos, de las de esperar el autobús de su barrio o el tener que comprarse los bolsos en las tiendas de saldo, tanto como el carmín chino.
La pobreza que no se veía
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